SÍ, CARIÑO

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 1998

 

ÁNGEL ZAPATA

SÍ, CARIÑO

Para Chus

A Norberto Bayón le gustaban las películas de pistoleros, pero no esas películas de pistoleros que transcurren en paisajes tórridos y desolados (con pueblos de madera y mucho viento por los que nunca se pasea nadie y en cuya calle principal pueden verse rodando unos matojos huérfanos); sino más bien esas otras películas de pistoleros que tienen al fondo montañas con nieve, y las calles del pueblo están llenas de gente muy hacendosa y abrigada, y salen tramperos, y hombres con pasado que llevan en la cabeza unos gorros peludos con cola de mapache, y huraños y tenaces buscadores de oro.

—Así, a primera vista –le explicaba Norberto a su novia-, las dos podrían tomarse por películas de pistoleros sin más ¡pero qué diferencia de unas a otras, Rosita!

—Sí, cariño –le decía ella.

Además de las películas de pistoleros que tienen al fondo montañas con nieve, a Norberto Bayón le gustaban las fresas, las cajas de los limpiabotas, la palabra «alcorque», el suburbano, y mediar en las peleas de perros.

—Ten cuidado, no pises un alcorque y vayas a caerte– le advertía Norberto a Rosita cuando paseaban cogidos del brazo por la Ronda de Atocha.

—Sí, cariño– le contestaba ella.

Y otras veces también le decía:

—¿Tú te has dado cuenta de que un limpiabotas tiene ahí, a mano, ordenadas en su caja, todas las herramientas que necesita? ¡Quién puede decir lo mismo, corazón! A ti, cuando estás trabajando en la fábrica de bolsos ¿no te falta a veces una bobina de hilo rojo, o de hilo verde, o de hilo azul marino, y entonces tienes que levantarte de la máquina y pedírsela al encargado, que un día te la va a dar de mil amores y otro día de un humor de perros?

—Sí, cariño– le contestaba ella.

Y algunas tardes le decía también:

—Para mediar en una pelea de perros, Rosita, lo más importante es tomar partido, fíjate. Tomar partido desde el principio, no necesariamente por el más débil, y además sin que te tiemble el pulso: con mucha sangre fría y mucho dominio de la situación. Hay ciertos trances en la vida, y conste que te hablo por experiencia, en que los buenos sentimientos son un peligro.

—Sí, cariño– le contestaba ella.

Rosita y Norberto eran novios desde hacía dos años, el mismo tiempo que ella llevaba trabajando en el taller de bolsos. Todas las tardes, un poco después de las ocho y media, Norberto recogía a Rosita en un portalón de la calle Méndez Álvaro, donde estaba el taller. Luego andaban sin prisas y cogidos del brazo por la Ronda de Atocha; y antes de llegar a la Glorieta de Embajadores Norberto se imponía cada tarde a los remilgos de su novia, y los dos se sentaban en la única mesa de un bar destartalado, con olor a cisterna y serrín por el suelo, donde tomaban un café con churros.

—¿Es acaso un lujo este café que nos tomamos? –le preguntaba él algunas veces–; pues yo diría que no, Rosita; como tampoco lo es que cuando llega un sábado o un domingo tengamos el capricho de darnos un paseo en el suburbano (que al cruzar por la Casa de Campo te hace el mismo efecto que si fueras en tren); o que entremos sin más en un cine –¡fuera miserias!–, a ver una película de pistoleros de las que a mí me gustan, que tú ya sabes cuáles son,o una película de amor, de las que te gustan a ti. Estas cosas, corazón mío, son las pequeñas satisfacciones que a veces tiene la vida, y si también hay que privarse de ellas por el afán de ahorrar y venga a ahorrar, pues entonces apaga y vámonos.

—Sí, cariño– le contestaba ella.

Con muchos sacrificios, Rosita y Norberto habían ahorrado doscientasmil pesetas –casi la mitad de la entrada del piso– en aquellos dos años que llevaban de novios. Los dos se querían mucho, aunque sin grandes aspavientos; y eran felices con una felicidad pobre, hecha de tardes de extrarradio, besos hurtados en la oscuridad del cine, un kilo y cuarto de fresones el día que Norberto cumplía años, medias sin costura para el paseo de los domingos, y un café y unos churros para los días de entre semana:

—Hoy los churros están correosos– decía Norberto alguna tarde.

—Sí, cariño–- le contestaba ella.

Un solo día la felicidad de Norberto y Rosita estuvo a punto de zozobrar; y fue al final de su segundo año, una tarde infausta del mes de octubre en que Rosita sacó los pies del tiesto y desistió de darle la razón. Lo hizo sin previo aviso. Desde unos meses antes, Norberto Bayón andaba con la golosina de cambiar de empleo. Hasta aquel momento siempre había trabajado como dependiente en una droguería de la calle Delicias, y al final del verano –por medio de un íntimo amigo– le ofrecieron un puesto, con sueldo fijo y comisiones, como representante de aceitunas sin hueso.

—Desde luego, tendré que viajar– le dijo a su novia aquella tarde–; y en tren, seguramente. Pero las aceitunas sin hueso son el futuro, y no es que yo sea un visionario, Rosita. ¿A qué tiende la vida de hoy? Pues en seguida te lo digo: la vida tiende a la comodidad. Quien más quien menos, hoy todos aspiramos a que nos den la vida hecha, y a quitarnos de preocupaciones. Toma, prueba una aceituna.

Estaban sentados en la mesa de siempre, en el bar triste de Embajadores. Norberto había sacado del bolsillo derecho del gabán un tarro muy pequeño con aceitunas negras, y le ofreció una a su novia. Rosita se la quitó de entre los dedos, la mordió con desgana (tenía todavía una miga de churro pegada al carmín de la boca); y así siguió, mordisqueando la aceituna, hasta el mismo momento en que el novio exclamó con un gesto triunfal:

—¡Y ahora... qué!

—¿Qué de qué? –preguntó ella.

—Sí: que ahora qué haces con el hueso.

—¡Anda! Pues tirarlo; qué voy a hacer. No querrás que lo monte en una sortija.

—Ya. Pero tirarlo... dónde. Porque tú ten en cuenta que es un hueso chupado, Rosita. ¿Vas a dejarlo aquí, a la vista de todos, en el plato de los churros? ¿Vas a tirarlo disimuladamente debajo de la mesa? ¿O vas a hacer igual que si estuvieras en un sitio de los de mucha etiqueta, y te lo vas a guardar en un bolsillo de la blusa cuando nadie te mire?

—Pues yo qué sé, cariño. Ya veré lo que hago ¿no?

—¡Ahí lo tienes, Rosita! Un hueso, un simple hueso de aceituna, le puede complicar a uno las cosas hasta extremos insospechados, y quitarle el sabor a la vida. Lo has visto por ti misma. Ahora haz lo que te digo, venga, y prueba una aceituna de estas otras.

Norberto metió la mano en el bolsillo izquierdo de su gabán y sacó otro tarrito, esta vez de aceitunas sin hueso. Era un lunes lluvioso, y el bar de Embajadores estaba vacío y más triste que nunca. El camarero –un anciano muy blanco y con ojillos de ratón– pasaba un trapo sucio por los cromados de la cafetera mientras oía en la radio los resultados de la Liga. Rosita cogió el tarro de aceitunas que le ofrecía Norberto, y lo dejó en la mesa, sin abrirlo, justo al lado del servilletero.

—Norberto ¿tú estás seguro de que me quieres? –le dijo.

—Pero Rosita ¡a qué viene eso ahora, corazón mío!

—Pues viene a lo que viene, cariño; porque a mí me da igual qué clase de películas de pistoleros te gusten menos o te gusten más, y ni sé ni me importa qué cantidad de cachivaches puede guardar un limpiabotas en su caja; no me preocupa lo más mínimo que los perros se maten a bocados en mitad de la calle, y si hay que pasarse toda una santa tarde de domingo dando vueltas en el suburbano, como dos lelos, pues se pasa y ya está: ojalá fuera todo eso lo malo.

—No te conozco, Rosita –la interrumpió Norberto con amargura.

—Pues ya es hora de que me conozcas –le dijo ella–; porque igual que un limpiabotas con su caja, tú tienes en la vida todas las cosas imprescindibles, Norberto: tienes tu empleo en la droguería; que es seguro, y mal que bien, te da para vivir; tienes esas bobadas que te llenan la cabeza todo el día, y lo más importante: me tienes a mí, que soy tu futuro, y no esta tontería que ahora te ha entrado de andar por el mundo de Dios como un perro sin amo, vendiéndole a la gente aceitunas sin hueso. Si uno se come una aceituna, cariño, ya lleva por adelantado que tiene que aguantarse con el hueso, y hasta andarse con ojo, diría yo, para que no se le atragante. Las cosas son así. Otra cosa distinta es que tú hayas cambiado de opinión, y ya no sepas si me quieres. Porque eso es lo que dudo, Norberto: ¿tú estás seguro de que me quieres?

Sobre la puerta del bar, un reloj con el emblema de Cinzano marcaba las nueve y media. Había dejado de llover, y fue en aquel momento de zozobra (una tarde del final de octubre cuando apenas llevaban dos años de novios), que Norberto se quedó mirando la miga de churro que aún tenía Rosita pegada al carmín de los labios, y en cuestión de un minuto le dio tiempo a pensar en muchísimas cosas. Pensó con ternura en los domingos con Rosita, en su trabajo en el taller de bolsos, en los paseos en el suburbano, en el tren, en los trenes; pensó en el sonido leñoso y hueco de la palabra «alcorque»; se imaginó a sí mismo, ya para siempre, detrás del mostrador tórrido y desolado de «Droguerías Delicias», y entonces notó como nunca en la vida no sólo ya el peligro, sino incluso la fatalidad que son los buenos sentimientos.

—¿Tú me quieres, Norberto?– oyó que insistía Rosita.

Y en aquel mismo instante habría deseado ser un cínico, o un tahúr de Dakota del Norte que saca del bolsillo sus naipes marcados en un salón con pianola y un fondo de carretas y montañas con nieve; pero sólo podía ser él mismo, Norberto Bayón, de modo que apartó con sangre fría los tarros de las aceitunas, cogió el servilletero, sacó una hoja, la dobló en forma de pañuelo, y acercando su mano a la cara de Rosita le limpió de la boca la miga de churro, a la vez que respondía con voz queda:

—Sí, cariño.

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