IL MONDO NOVO


Juan Manuel Muñoz Aguirre


Despertó temprano, en cuanto el sol sobrepasó la línea de los tejados, recorrió como un dedo distraído la barandilla de la terraza y entró por la ventana hasta herirle los ojos. Se incorporó de golpe. No recordaba nada, pero sabía dos cosas: que estaba desnudo y que era culpable.

Igual que cada mañana desde hacía años, la cabeza le pesaba como una piedra. Sentado en la cama, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió la cara con las manos. El roce de la moqueta en los pies descalzos le provocó un escalofrío y quiso creer que no era de asco. Estaba seguro de que podía abandonar el alcohol. Ese viaje iba a ser el comienzo de su nueva vida, una vida apacible, sin borracheras ni resacas, consagrada a su trabajo y a sus hijos.

Y lo habría logrado de no haber sido por aquel perro.

Un golpe de tos le hizo temer que el cráneo fuera a rompérsele como una burbuja de agua. Apartó las manos de la cara y entonces lo vio. Ella se había ido, por supuesto, pero había dejado un mensaje en la mesilla de noche: la foto de su mujer y sus hijos, la que llevaba siempre en la cartera, rota en varios pedazos. Si los hubiera contado, cosa que no hizo, habría descubierto que eran exactamente dieciséis. Antes de coger la cartera y comprobarlo, ya sabía que el dinero no estaría allí.

Iba a ser un breve ensayo, uno más, uno de tantos. Ni siquiera habría sido preciso viajar hasta Venecia para redactarlo. Conocía de sobra los cuadros que iban a formar parte de la exposición Settecento Veneziano, y si alguno le era desconocido sabía lo suficiente de su autor como para salir del paso con dignidad. Además, no era el comisario de la exposición. La Nasjonalgalleriet de Oslo le había otorgado ese beneficio a otro especialista, uno de sus colegas de la Universidad, un buen tipo, joven, dinámico y abstemio. Quizá como compensación, le habían ofrecido a él redactar el texto principal del catálogo. Años atrás hubiera rechazado la oferta; entonces, sin embargo, aceptó. Su mujer casi se lo había suplicado y él no ignoraba el motivo. Llevaba años luchando contra el hábito de la bebida. Era consciente de que su matrimonio, su trabajo, su felicidad, pendían de un hilo. Y estaba decidido a liberarse. Unos días en Venecia, a solas, lejos de la rutina diaria, enfrascado en la redacción de un ensayo sobre pintores que había amado a lo largo de toda su vida, tal vez le sirvieran para suprimir esa costumbre suicida de beber hasta desmayarse.

Había pedido, en un extravagante gesto de dignidad, que le reservaran habitación en el Danieli; el presupuesto de la organización no daba para tanto y a cambio le ofrecieron alojamiento en otro hotel, cerca de la Ferrovia. Exigió al menos que la habitación tuviera vistas al Gran Canal; harían lo posible, dijeron. No se molestó en reclamar un aumento en las dietas.

***

Llegó a Venecia una noche a mediados de noviembre. Un motoscafo enviado por el hotel lo recogió en el aeropuerto y, tras cruzar la laguna, entró en la ciudad por el canal de Cannaregio. Cuando la lancha redujo su velocidad al embocar el canal, salió de la cabina. Una niebla alta y liviana, como una gasa muy delicada, difuminaba los escasos faroles y ocultaba los tejados. Reconoció enseguida el hálito de ruina y olvido que constituía el alma auténtica de la ciudad. Una memoria hueca, repleta de ecos. Un muerto en pie.

El motoscafo atracó a la entrada del hotel. Como había marea baja, le costó algún esfuerzo alcanzar el muelle. Entró arrastrando tras de sí su maleta y llegó a la recepción. Un empleado le preguntó en inglés su nombre.

-Arne Olsen -dijo; y llevado por la costumbre a punto estuvo de añadir: "y soy alcohólico", como solía hacerse al principio de las reuniones de terapia. Había acudido a muchas en los últimos años y siempre había fracasado. Sonrió: esta vez, lo presentía, iba a conseguirlo.

No era el Danieli, pero al menos la habitación, situada en el último piso, daba al Gran Canal. Tenía incluso una pequeña terraza. Encendió el televisor y, sin mirarlo siquiera, salió al exterior. Era una noche fría. Se abrochó el abrigo y permaneció allí, acodado en la barandilla, un buen rato. Vio pasar varios vaporetti casi vacíos; vio lanchas de carga repletas de bultos; vio gente que cruzaba de prisa el Ponte degli Scalzi; vio a una mujer anciana, en la orilla opuesta, que paseaba a un perro diminuto; vio el agua sucia del canal y las luces que reflejaba. No era muy tarde. Pensó en salir a la calle y comer algo, pero le dolía el estómago y sabía que la comida no calmaría ese dolor. Volvió a la habitación, deshizo la maleta, se desnudó, se puso un pijama, se cepilló los dientes, habló brevemente por teléfono con su mujer y se acostó. Dos horas más tarde, incapaz de dormir, se levantó, abrió la nevera que había debajo del televisor y bebió con avidez dos pequeñas botellas de whisky y una de ginebra. Volvió a la cama. Aún tardó otra hora en dormirse. Soñó que alguien caminaba sobre un mar inmóvil y que ese alguien era uno de sus hijos y que moriría sin haber conocido a su padre.

***

Desayunó varias tazas de café y mordisqueó sin ganas una tostada mientras contemplaba, tras los ventanales del comedor, el tráfico del Gran Canal. No había sido un mal principio. Poco a poco, se dijo. El siguiente propósito que se impuso fue no beber alcohol hasta que anocheciese. Sabía que era una trampa porque en noviembre anochecía temprano, pero aun así un objetivo menor era preferible a no tener más ansia que la de perder la conciencia y caer redondo.

Era un día gris. Gris veneciano, pensó, mientras recordaba sus primeros viajes a la ciudad, cuando sólo era un estudiante mediocre que soñaba con ser un gran pintor. Luego la vida le había llevado por otros caminos. Antes de cumplir los treinta, sin que el descubrimiento le produjera gran sorpresa, comprendió que no tenía talento -o que el que tenía no era bastante- y se conformó con un trabajo respetable y bien pagado como profesor universitario. Conoció a su mujer, se casaron y nacieron los niños. Cualquier otro se habría conformado. A esas alturas de la vida, bien cumplidos ya los cuarenta, sabía que no habría mucho más: un trabajo tedioso, ver cómo crecen los hijos y la bebida. La bebida. Entró en el lavabo que había frente al mostrador de recepción, se lavó la cara con agua fría y salió a la calle.

Echó a andar por Lista d'Spagna, atravesó Campo San Geremia, cruzó el Ponte delle Guglie y enfiló el Rio Terá San Leonardo. Era el camino más largo y para llegar a su destino hubiera debido elegir otra ruta o, mejor aún, abordar cualquier vaporetto que descendiera por el Gran Canal. Pero no tenía prisa. Era temprano. Estaba sobrio. Y cada vez que pasaba frente a un bar y seguía adelante sin detenerse, una sensación de fortaleza y de triunfo le llenaba el pecho. Compró un par de manzanas en un puesto callejero y las comió a mordiscos. La certidumbre de sentirse sano y confiado le situaba en la posición del espectador, del que puede contemplar el escenario sin estar atento cada minuto a sí mismo.

Llegó al pequeño Campo de Santa Fosca, donde se alza el monumento a Paolo Sarpi, y se detuvo. Había un vagabundo sentado a los pies de la estatua y su aspecto -desgreñado, sucio, con varias capas de ropa encima- contrastaba con la efigie impecable del célebre servita. No hubiera sabido decir qué edad tenía. Sí advirtió que los zapatos, aun gastados, relucían. Había tres o cuatro gatos a su alrededor, jugueteando entre varias bolsas de plástico que debían contener sus pertenencias, y él les sonreía, les musitaba algo, acariciaba su lomo cuando se acercaban.

Le observó durante unos minutos. Terminó la segunda manzana, arrojó el corazón en una papelera y cuando ya iba a marcharse, el vagabundo se puso en pie, extendió los brazos en cruz y permaneció allí, inmóvil, con una extraña sonrisa de alelado. Del cuello le colgaba un cartel. No era más que un trozo de cartón en el que, torpemente escrito, se leía: REMEMBER THE HAPPINESS. Nada más. Alzó la mano en un gesto de despedida mientras se alejaba, pero el vagabundo ni siquiera lo miró.

Mientras avanzaba por Strada Nuova empezó a notar un desasosiego bien conocido. Había hecho propósito, sin embargo, de no beber hasta que anocheciera, de modo que hundió las manos en los bolsillos del abrigo y se impuso la obligación de no mirar siquiera los bares frente a los cuales pasaba. Recuerda la felicidad, se decía, y tanto lo repitió que al llegar a Campo Santi Apostoli ya se había convertido en una suerte de mantra. Comprendió que estaba hablando solo y en voz alta cuando varias personas con las que se cruzó lo miraron de soslayo con una mezcla de curiosidad y lástima.

Sudaba. Hacía frío, pero sudaba.

No era normal ver mendigos en Venecia. De pronto había reparado en ese detalle: una ciudad cerrada en sí misma, un parque temático del buen gusto y la decadencia, no admitía semejantes disonancias. Y, sin embargo, allí estaba, al pie de la estatua y frente a la fachada blanca de la iglesia, con aquel absurdo cartelón colgado del cuello. Y él, por su parte, mientras hacía esfuerzos por recordar la felicidad, sudaba.
Se internó por las callejas que bordeaban la curva del Gran Canal y su angustia aumentó. Las altas fachadas de las casas parecían unirse a lo lejos en un punto de fuga, un lugar por donde ya no podría pasar, un culo de saco donde quedaría atrapado y lejos para siempre de la felicidad. Cuando, casi a la carrera, dejo atrás el Fondaco dei Tedeschi y oyó el bullicio de la multitud en torno a Rialto, sonrió como quien se burla un poco de sí mismo. Sintió correr el aire y cómo se enfriaba el sudor mientras se deslizaba entre los tenderetes de baratijas y ascendía la escalinata del puente.

En los soportales de San Giacomo, entre joyerías y tiendas de recuerdos, vio un bar. Entró y pidió una grappa en la barra. ¿Qué mal puede haber, se dijo, en que un hombre adulto, capaz de recordar la felicidad, tome un vasito de aguardiente en una mañana fría de otoño? Tomó tres y supo que había traicionado su promesa, pero al menos dejó de temblar.

Salió del bar y reemprendió el camino. La angustia había pasado pero, aun así, eligió las calles más anchas que pudo encontrar y cada vez que desembocaba en un campo se detenía y respiraba hondo. Sabía que el Gran Canal quedaba a su izquierda y de vez en cuando, en algún pequeño hueco entre casas y palacios, alcanzaba a distinguirlo. Por absurdo que pudiese parecer, eso le sirvió de consuelo: era como descender una escalera peligrosa en la oscuridad y tantear con la mano en busca de la barandilla.

Oyó repique de campanas, algunas próximas y otras cuyo sonido llegaba como un eco remoto desde algún punto ignorado de aquel laberinto magnífico y corroído. El ángelus, pensó. ¿Ya era mediodía? ¿Tantas horas habían pasado desde el momento en que despertó en la cama de su hotel? No era posible, salvo que no recordara todo lo que había ocurrido desde entonces. Sintió otro escalofrío de pánico, pero no quiso permitírselo; sabía que si lo dejaba crecer, acabaría agarrado a una botella.

Cuando llegó a su destino, jadeante, tuvo que sentarse unos minutos en un murete al borde de un canal. Frente a él, como un refugio en la tormenta, se alzaba Ca'Rezzonico, el gran palazzo blanquecino y robusto, quizá demasiado robusto, que se había propuesto visitar. Antes de ponerse en pie y dirigirse a la entrada, murmuró una vez más: recuerda la felicidad.

***

La construcción de Ca'Rezzonico se había iniciado a mediados del siglo XVII por encargo de una de las más antiguas familias de patricios venecianos, los Bon. La decadencia de la República, sin embargo, afectaba incluso a los más poderosos y tres décadas más tarde las obras fueron abandonadas. Durante casi medio siglo, el palazzo se mantuvo trunco, como una muela cariada en el esplendor de la orilla derecha del Gran Canal, hasta que fue adquirido por Gianbattista Rezzonico.

La familia Rezzonico era de origen lombardo y había comprado su título nobiliario unos sesenta años antes. Su apellido no estaba inscrito en el Libro de Oro ni su estirpe se contaba entre las que habían dado gloria a la República durante cerca de un milenio, pero eran banqueros y comerciantes muy ricos y el dinero siempre fue en Venecia el más noble de los blasones. Pocos años después, al mismo tiempo que el hermano menor de Gianbattista Rezzonico, Carlo, obispo de Padua, era elegido papa con el nombre de Clemente XIII, acabaron las obras y el palazzo fue decorado con piezas de los mejores artistas del momento.

Venecia, sin embargo, estaba condenada. Antes de que acabara el siglo, la ciudad que durante mil años había sido el asombro del mundo, fue abatida y su poder sencillamente se esfumó para siempre. Bonaparte primero y el Imperio Austríaco después, eliminaron un esplendor que era tan sólo apariencia. Y destruida la escenografía, quedó a la vista la podredumbre que ocultaba. Muchas de las grandes familias se extinguieron. También los Rezzonico. Su palazzo fue vendido y malvendido varias veces hasta que, a principios del siglo XX, el Comune de Venecia instaló allí el museo del Settecento.

En el vestíbulo en penumbra no hacía menos frío que en la calle, pero era un frío distinto: olía a polvo y a fardos apilados y a pequeñas hogueras prendidas con disimulo en un rincón, como si llevara varios siglos detenido y guardase en su interior un centro sólido de tiempo y de olvido. Cada paso tenía su propio eco, como si cada baldosa de aquel pavimento ajedrezado tuviera una historia especial, un recuerdo diferente que narrar a quien se detuviese y quisiera escucharlo. La escalera que llevaba al primer piso era corta, pero aun así llegó exhausto, sin aliento, a la puerta que daba paso al gran salón de baile. Caminó hasta el centro y la tibieza del sol invernal que encendía los grandes ventanales le reconfortó.

Conocía muy bien Ca'Rezzonico; años atrás, cuando todo era posible todavía, había pasado muchas horas deambulando por sus salas. Y, sin embargo, pese a reconocer de inmediato el paso lento al que obligaban los anchos escalones y el tacto helado de la barandilla de mármol, todo le sorprendía como si por primera vez entrara allí. Tampoco se engañó: no era el asombro, sino más bien el recuerdo del asombro.

De sobra sabía que aquella visita era una pérdida de tiempo. Los frescos de villa Zianigo, arrancados de sus muros originales y trasladados a Ca'Rezzonico, jamás saldrían de allí para cruzar Europa y ni siquiera había propuesto al comisario de la exposición, su joven colega, que se tomara la molestia de solicitarlo. ¿Para qué? Imaginaba su respuesta: curiosidades, divertimentos, piezas menores de un pintor secundario. Bien. ¿Y si fuera ese su destino? Atender a lo que otros despreciaban, fijarse en lo que no es importante, mirar con atención lo que está detrás, en segundo plano.

No era cierto, además. Tiepolo, Giandomenico, el hijo mayor del famoso Giambattista, el hijo fiel que trabajó siempre a la sombra de su padre, que le siguió obedientemente a Wurzburgo y a Madrid, que dedicó su juventud a completar los bocetos de otro y a decorar salones y palacios de reyes estúpidos y embrutecidos, fue un gran pintor. Tantas veces, en su juventud, había imaginado cómo habría sido realmente Giandomenico, su rostro, su voz, sus ojos sin duda burlones y al mismo tiempo melancólicos, que casi había llegado a considerarlo un viejo amigo, alguien con quien intercambiar opiniones cuando el alcohol, siempre el alcohol, le soltaba la lengua y difuminaba los límites de la realidad.

Cruzó una puerta que se abría a su izquierda y de inmediato sintió alivio, como un viajero atormentado por el calor del desierto que de pronto, al límite ya de sus fuerzas, alcanza un oasis de verdor y frescura. Súbitamente todo era blanco, alegre, sabio y desengañado. Contempló, mientras caminaba, polichinelas enamorados pero tristes, saltimbanquis, sátiros, centauros ocupados en sus raptos, damas elegantes que paseaban escoltadas por jóvenes caballeros. Así eran los frescos con los que Giandomenico Tiepolo, ya anciano, de vuelta en Venecia tras la muerte de su célebre padre, había decorado los muros de villa Zianigo, la casa donde nació y donde vivió los últimos años de su vida. Libre de encargos, solo, mientras el mundo ardía en revoluciones y a su alrededor todo era ruido y decadencia, olvidó las alegorías mitológicas que había compuesto o ayudado a componer durante décadas y pintó sólo para sí obras humildes y verdaderas, llenas de compasión y de amargura.

Arne dejó atrás una sala tras otra hasta alcanzar la que buscaba, una estancia modesta donde colgaba el fresco que siempre le había fascinado: Il mondo novo.

Veinte años antes había escrito su tesis doctoral precisamente sobre ese cuadro. Tan bien lo conocía que podía recordar con detalle la disposición de todas las figuras, el color de los ropajes de cada una y la posición o el ademán de todas ellas. Y aun así, verlo de cerca siempre le inquietaba; porque, aunque se tratase de una obra privada, hecha para decorar los muros de su casa y no para ser expuesta, ¿quién fue ese hombre que en 1797 se había atrevido a componer una pieza en la que casi todas las figuras estaban de espaldas al espectador? Todas miran algo, pero no se sabe qué es. Hay niños, ancianas, campesinos, nobles, un caballero empelucado, máscaras del carnaval y un galgo. Un charlatán, un imbonitore, subido a un taburete, señala con su pértiga algo oculto en una caseta de lona; y todos, desde el polichinela en un extremo de la fila hasta las dos mujeres que ocupan el otro, contemplan con atención o se esfuerzan por ver lo que sea que se les muestra. ¿Una suerte de linterna mágica? ¿Un diorama? Imposible saberlo. Al fondo, la laguna.

¿Y por qué eligió ese título, Il mondo novo? ¿Tan consciente era de que todo a su alrededor se desmoronaba? Pocos recordarían su existencia, ya no recibía encargos de las cortes extranjeras, un rey había sido guillotinado en el París revolucionario y Venecia estaba a punto de ser invadida por primera vez en mil años. Ya nada volvería a ser como fue. Un mundo nuevo, sí: nuevo y ajeno.

Arne permaneció largo rato contemplando el cuadro. Había algo extraño y no descubría qué era. Salió de aquella sala, recorrió alguna otra y regresó. ¿Qué era? El fresco no había sido restaurado en los últimos tiempos, los colores eran tal como los recordaba, todo parecía estar en su sitio. Y, sin embargo, había algo desacostumbrado, inhabitual.

Miró el reloj y, con sorpresa, vio que ya era media tarde. Salió del viejo caserón y buscó algún sitio donde comer cualquier cosa. Cerca de la Accademia, en un bar lleno de estudiantes y de algún turista despistado, mordisqueó sin ganas un tramezzino y bebió varias copas de vino blanco.

Anochecía cuando se marchó del bar. Cruzó el Ponte dell'Accademia y bordeó el Gran Canal hasta los Giardini ex Reali. Se entretuvo un rato mirando los puestos de recuerdos y compró alguna cosa para sus hijos. Había previsto ir aquella tarde a la Fondazione Querini Stampalia y echar un vistazo a las piezas de Longhi y de Rosalba Carriera, pero ya era demasiado tarde. No había prisa. Tenía aún varios días por delante y podía tomar las cosas con calma. El aire frío le despejó lo bastante para avergonzarse un poco al recordar el ataque de pánico que había sufrido por la mañana. Quizá se había exigido demasiado. Mientras cruzaba la piazzetta, junto a la mole blanca y rosa del palacio ducal, pensó que tampoco era necesario dejar el hábito de un día para otro. No hay prisa, se repitió. Paseó sin rumbo, eligiendo las calles menos transitadas, hasta que llegó a Campo San Zaccaria. Frente a la fachada de la iglesia había un bar. Entró.

Era un lugar diminuto y estrecho, casi vacío a aquella hora de la tarde, con una barra larga y apenas dos mesas embutidas contra el único ventanal. La camarera era una mujer de unos cincuenta años, morena, con un moño flojo y aspecto cansado. Pidió una grappa y ella le sirvió sin decir palabra.

Había también una muchacha sentada a una de la mesas. Debía ser cliente habitual porque de vez en cuando intercambiaba alguna frase con la camarera en tono de familiaridad. No era guapa ni fea, no le atraía especialmente; pero se dio cuenta de que era la primera persona en la que se había fijado con alguna atención desde que llegó a Venecia. Pidió otra grappa mientras se entretenía imaginando cuál sería su nombre y qué hacía en aquel bar desolado, sentada a solas frente a una taza de té. Una idea absurda -la de que era libre- se abrió paso en su cabeza: estaba lejos de su país, de su familia, de su trabajo, en un lugar neutral donde nadie sabía nada de él, y era libre. Oyó que la muchacha decía: Me ne frego, y lo tomó como una invitación, casi como un buen augurio. Estaba a punto de coger su copa, acercarse y entablar conversación con ella, cuando se abrió la puerta, entró un hombre alto de pelo gris, saludó con una sonrisa a la camarera y se sentó a la mesa.

Arne suspiró casi con alivio. El alcohol a menudo le empujaba a situaciones ridículas. La llegada de aquel hombre seguramente le había salvado de una de ellas. Oyó que hablaba con la muchacha en un idioma que no era italiano. Daba igual. Ya era tarde. Pagó la bebida, caminó hasta el hotel, se duchó y se metió en la cama cansado de verdad por primera vez en mucho tiempo.

Soñó con su mujer, pero era una extranjera que ni siquiera hablaba su lengua.

***

Despertó hambriento. Recordó que el día anterior apenas había comido un tramezzino y ni siquiera había cenado. Ya estaban sirviendo desayunos en el comedor del hotel, frente al mostrador de recepción, pero prefirió salir a la calle. El frío de la mañana le sentó bien, le hizo sentirse limpio y vigoroso, renovado. Buscó un bar donde tomar un café y algún bizcocho y encontró uno cerca de la Ferrovia. A esas horas el local estaba lleno de gente que había llegado de tierra firme y que, antes de acudir a su trabajo, paraban un momento para desayunar y echar un vistazo a los periódicos. Sentado en un taburete al extremo de la barra, frente a una ventana que daba a la explanada y al Ponte degli Scalzi, oía conversaciones que apenas podía entender. Fútbol, quizá, o política. ¿Qué importaba? Estaba allí, solo y libre, en la ciudad más bella que conocía, y tenía por delante toda su vida; una vida que ahora, libre del alcohol, sería distinta.

Dejó una propina exagerada y salió a la calle. Esa mañana visitaría la Querini Stampalia y dedicaría la tarde a tomar notas y dar forma al texto que debía componer. Su primera intención había sido salir del paso de cualquier modo, pero ahora ya imaginaba planteamientos originales, atrevidos e innovadores, un trabajo que destacaría por encima de la grisura académica a la que los demás -estaba seguro- iban a limitarse.

Como había hecho el día anterior, enfiló Lista d'Spagna a buen paso. Cuando llegó a Santa Fosca y vio al mismo mendigo, que bebía a morro de una botella, pensó que no había sentido verdadera necesidad de alcohol desde que se despertó. El mendigo estaba de pie junto a la estatua de Sarpi. Había dispuesto un círculo de piedras en el suelo y en el centro de ese círculo, sujeto a su vez por otras piedras, un nuevo cartel. Era un simple trozo de cartón, recortado sin duda de algún embalaje, donde se leía en grandes letras negras de imprenta: USE WITH CAUTION.
Sonrió sin saber por qué y aún sonreía cuando, al girarse para reemprender su camino, vio algo que lo dejó paralizado. En la puerta de la iglesia, unos metros a su derecha, inmóvil, escuálido, el pelo de color marrón claro, algo más oscuro en la cabeza y con una mancha blanca en la frente, un galgo le miraba fijamente.

En Venecia no abundan los mendigos y tampoco los animales; se ven gatos, sí, y ratas cuando anochece; perros, raramente. La sorpresa, sin embargo, lo que le sobrecogió y le devolvió la angustia inexplicable de la que creía haberse librado, fue la súbita comprensión de lo que le había inquietado el día anterior al contemplar Il mondo novo: faltaba el galgo, ese galgo que llevaba un par de siglos pintado en la esquina inferior izquierda, medio oculto tras la figura de un hombre alto embozado en una capa roja.

Cerró los ojos y respiró hondo. No puedes volverte loco, se dijo. Cuando los abrió, el galgo ya no estaba allí. Temblaba y se abrazó como si tuviera mucho frío sólo para detener ese temblor. Corrió en torno a la plazuela: nada. Entró en Santa Fosca, recorrió la nave y las capillas laterales: ni rastro del perro.

Volvió a respirar hondo. Era un disparate. Ningún perro pintado en un fresco cobra vida y sale a recorrer el mundo. Casualidad, una simple casualidad; era un galgo, sí, con el mismo pelaje y las mismas manchas en los mismos lugares. ¿Y qué? La vida está llena de casualidades.

Y, sin embargo, no dejaba de temblar.

Corrió hasta Rialto, cruzó al otro lado del Gran Canal y en el primer embarcadero que encontró subió a un vaporetto. Apenas prestó atención a los demás pasajeros o a la vista espectacular de los palacios, sentados al sol tibio del otoño como ancianos a la orilla del agua. Continuamente se repetía que era absurdo, pero el temblor no cesaba. Cuando el lanchón se detuvo cerca de Ca'Rezzonico, saltó a tierra y corrió hasta la entrada.

No podía creerlo.

El cartel, junto al portón cerrado, decía: Chiuso i martedì. ¿Martes? ¿Era martes? Estaba casi seguro de haber salido de Oslo en sábado; precisamente su mujer había podido llevarle al aeropuerto porque los sábados no trabajaba; pero si era martes, ¿cuántos días llevaba en Venecia?

Necesitaba calmarse. Anduvo desorientado de una calle a otra hasta que encontró un tenducho donde pudo comprar una botella de ginebra. Tiró un billete sobre el mostrador y, sin esperar que le devolvieran el cambio, salió de allí, se apartó unos metros y se sentó en el vano de una puerta. Abrió la botella y bebió un trago largo, sin respirar, dejando que los ojos se le llenasen de lágrimas y la garganta le doliera.

La ginebra no le quitó el pánico, pero al menos se sintió capaz de respirar acompasadamente y trató de poner orden en su cabeza. No recordaba haber dormido más que un par de noches en el hotel, de eso creía estar seguro. Sin duda, el cartel que anunciaba el cierre por descanso de Ca'Rezzonico era un error. El museo estaría cerrado por cualquier otro motivo -huelga, tal vez- y los empleados se habían confundido de aviso. Era posible, desde luego. Siempre hay una explicación razonable para todo; eso es lo que le decía su madre en las noches de invierno, cuando el viento hacía crujir el tejado de su casa y él veía monstruos en cada sombra que los árboles dibujaban en las paredes de su dormitorio.

Por lo demás, había visto un perro parecido al del fresco. ¿Y qué? Sólo era un perro. No había motivo para perder los nervios. Bebió un poco más y una leve sensación de bienestar le invadió. Miró alrededor. Estaba sentado en la entrada de una pequeña capilla. Los transeúntes le miraban al pasar con cierta aprensión, así que se levantó, guardó la botella mediada en un bolsillo del abrigo y echó a andar. Cruzó dos o tres canales menores y llegó a un pequeño campo en cuyo centro había un quiosco de prensa. Sacó la botella y se mojó un poco los labios, sólo para sentir algo de calor. Tenía la certeza de no haberse vuelto loco, pero aun así cogió un ejemplar de Il Gazzettino y miró la fecha de la cabecera: martes, en efecto.

La botella cayó al suelo y se hizo añicos, pero no fue porque hubiera comprobado que había perdido varios días de su vida sin saber cómo. Fue porque al alzar la vista del periódico vio, al otro lado del canal que bordeaba el campo, quieto como si estuviera pintado en un fresco, a un galgo de color marrón claro con la cabeza algo más oscura y una mancha blanca en la frente.

***

Tosió de nuevo. La temperatura en la habitación del hotel era sofocante. Había una botella vacía tirada en una esquina, pero ignoraba qué había contenido. No es que no recordase lo ocurrido, sino que los recuerdos se mezclaban en desorden, como si ya no controlara su cabeza igual que no controlaba su vida.

Se vio a sí mismo caminando por un muelle, entre grandes grúas y contenedores oxidados. Recordó la imagen de un barco con el casco negro y unos marineros que le gritaron algo desde la cubierta y le arrojaron desperdicios. Tropezó en unos raíles que no conducían a parte alguna y cayó. La hierba que crecía en las junturas de las losas era marrón, quemada por las heladas del amanecer. Quizá se tumbó en algún sitio porque, aunque no recordaba haber dormido, sí recordaba haber tenido pesadillas.

Quiso entrar en el bar de un hotel, beber una copa y descansar un rato, pero le echaron con malos modos, como si fuera un vagabundo. Recordó entonces al mendigo. La primera vez que había tropezado con el galgo fue en Santa Fosca, mientras miraba uno de aquellos extraños mensajes. ¿Y si aquel vagabundo fuese el dueño del animal? Si así fuera podría preguntarle, saber dónde encontró al perro, comprobar que en efecto era un animal de carne y hueso y no una fantasía pintada que súbitamente hubiera cobrado vida.

No sabía dónde estaba. Miró alrededor en busca de algún edificio conocido que le sirviera para orientarse, pero no encontró referencia alguna. Quiso preguntar a alguna persona que pasara cerca, pero todas lo eludieron como si no le vieran, como si también él hubiese desaparecido del lugar donde debía estar. No, no lo eludían: le daban la espalda. Vio una pareja que se aproximaba y fue hacia ellos, pero de pronto giraron sobre sus pasos y corrieron hacia un vaporetto. Un anciano se volvió para contemplar un escaparate justo cuando él había iniciado una frase en su torpe italiano. Un hombre grueso, dos muchachas muy jóvenes, una mujer alta con un vestido negro, todos se apartaron antes de que pudiera alcanzarlos.

Y todos lo hicieron dándole la espalda.

Supo que ya era de noche porque un farol, en una calleja húmeda y oscura, le deslumbró. Caminó de un lado a otro como una rata en un laberinto. De pronto, sin saber cómo, se encontró frente a un alto muro. Tardó varios minutos en comprender que no era un muro, sino el Ponte degli Scalzi, con su empinada escalinata sobre su alta curva. Sonrió como sonríen los borrachos, hacia adentro, desposeído. Estaba justo frente a su hotel.

Apenas tardó unos minutos en llegar a Santa Fosca. Pocos metros antes ya notó algo extraño, un pequeño tumulto, voces airadas; vio a un policía que arrastraba hasta un contenedor de basura las bolsas de plástico donde el mendigo guardaba sus pertenencias; y vio luego al propio mendigo rodeado de dos o tres policías más. Ni rastro del perro.

Scarpi, el gran teólogo y diplomático, desde lo alto de su pedestal demasiado grande, parecía contemplar la escena con cierta indignación, como dispuesto a emprender un largo discurso acerca de la piedad y su imposible vínculo con la razón de Estado. Daba la impresión, sin embargo, de que al vagabundo le divertía todo aquello: sonreía mientras giraba sobre sí mismo, bailando con la torpeza y la lentitud de un oso amaestrado. Por último, lo condujeron hacia una lancha policial atracada a poca distancia; lo llevarían a la Questura, quizá, o a un sanatorio mental o simplemente le harían subir a un tren y le expulsarían de la ciudad. Un momento antes de abordar la lancha, el mendigo se dio la vuelta, hurgó en sus bolsillos y arrojó al aire un puñado de papelitos doblados como un noble dadivoso que arrojara monedas a una multitud de pordioseros.

Arne espero a que la lancha se alejara antes de acercarse. El viento hacía revolotear los papeles y ya había arrastrado algunos al agua sucia del canal. Se agachó, cogió uno, lo desdoblo y leyó: TOO MANY SECRETS.
Recordaba la escena con claridad pero, entonces, sentado en la cama de su habitación, no estaba seguro de que aquello hubiera ocurrido antes o después de la visita a Ca'Rezzonico, un sábado o un martes, antes o después de haberse acercado a la muchacha que tal vez fuera la misma que tomaba té en la mesa de un bar diminuto.

Había ocurrido en los soportales de San Marco, frente al café Quadri, y era ya noche cerrada porque la plaza estaba casi vacía. Quizá no se hubiera fijado en ella de no ser porque, al contrario que todos los demás, no le dio la espalda, sino que lo miró de frente. Si no hubiese estado tan borracho, tal vez habría intuido desesperación en esa mirada, soledad infinita, cansancio.

Al principio no la reconoció. Luego se le ocurrió que era la misma mujer que había visto en aquel bar estrecho frente a San Zaccaria, aquella a la que había pensado acercarse cuando se abrió la puerta y un hombre alto de pelo gris se sentó a su lado. Quizá no fuera la misma. Ya no estaba seguro de nada.

Hablaron en inglés, aunque la muchacha apenas sabía lo bastante para hacerse entender. No recordaba exactamente qué se dijeron. Unos minutos después entraron en un bar que estaba a punto de cerrar y tomaron una grappa. Salieron al poco rato, ya con el cierre metálico de la puerta a medio bajar. La ciudad estaba desierta. Un frío húmedo amortiguaba los ruidos.

Recordaba detalles banales. El gesto de desaprobación del conserje del hotel al entregarle la llave, por ejemplo. Recordaba que la muchacha nunca sonreía, que una de las bombillas de la lámpara que colgaba sobre su cama estaba fundida, que un grifo del lavabo goteaba. No recordaba el rostro de la muchacha con detalle pero sí, en cambio, cómo había seguido con la yema de los dedos la marca que el sujetador había dejado en su espalda.
Eso era casi todo. Y ahora estaba allí, sentado en la cama, deslumbrado por el sol que entraba a raudales en la habitación, desnudo y culpable. En la mesilla de noche, junto a los pedazos de la fotografía y su cartera, estaba el papel del mendigo que había recogido del suelo: demasiados secretos.

El calor le ahogaba. El termostato debía haberse averiado. Se levantó, abrió la puerta de la terraza y salió. El sudor que le bañaba el cuerpo se enfrió súbitamente. ¿Qué día era? ¿Seguiría siendo martes, algún martes perdido y nunca recuperado de su vida absurda y malgastada? Apoyó los antebrazos en la balaustrada de piedra y miró hacia abajo. Vio el embarcadero que daba al Gran Canal, a medias cubierto por un gran toldo blanco, y las escaleras sucias de verdín que se hundían en el agua. Cuando más tarde, ese mismo día y muchas veces después, a lo largo de los años, le preguntaron por qué lo había hecho, no supo responder. No recordaba siquiera haber saltado la barandilla. Sólo recordaba haber apretado los dientes mientras aguardaba el golpe contra el suelo enlosado.

No hubo tal golpe, sin embargo. Cayó al agua, aunque a él le pareció una sustancia espesa y casi sólida. Cuando salió a la superficie, aturdido y con la sensación de que sus pies tocaban cosas muertas que, aun muertas, respiraban, oyó voces, gritos, un silbato, el motor de una lancha que se acercaba. Abrió los ojos mientras se esforzaba torpemente por mantenerse a flote.

Y entonces lo vio de nuevo.

Inmóvil en el muelle, el galgo aguardaba.

 

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