MADRECITA


1

A Nicanor Pérez Villar al principio sus compañeros de brigada le trataban con recelo por ser navarro, porque se dice que todos los navarros son curas, requetés o hijos de curas. Pero a Nicanor se la trae al pairo porque sabe que no es así. Nicanor es más navarro que san Fermín y no le gustan los curas ni los requetés.
A Nicanor le llaman paco, aunque no se llame Francisco. Paco es el nombre que la tropa da a los francotiradores por el último sonido que escuchan sus víctimas incautas, "¡pa-co!"
Nicanor es el mejor tirador de la brigada, por eso es paco. Por eso pasa la mayoría del tiempo solo y en las alturas, algo que no le importa en absoluto, al contrario. La soledad le agrada porque nunca fue muy hablador ni hábil con las relaciones personales. Además, para hablar ya tiene a Ramoncín, su mauser de 1893. En las largas horas de espera cree conversar con él, siempre con tranquilidad y respeto, mientras monta y desmonta una y otra vez sus piezas, dejándolo como una patena.
A Nicanor siempre se le dio bien eso de tirar. Por eso el señor cura lo reclamaba cuando salía a cazar. Al señor cura le temblaba su papada de sapillo cuando regresaba al pueblo con su ristra de conejos, henchido de orgullo. Se reía enseñando sus dientes menudos y decía a las feligresas por lo bajito que Nicanor era su lebrel. Solo Nicanor y los perros sabían que en realidad era él quien abatía las piezas. Por eso a Nicanor no le gustan los curas.
La mañana es gélida pero despejada, y a través del agujero de obus en el techo del campanario se cuelan rayos de sol que reconfortan.
Nicanor tiene un espejito, que utiliza para mirar siempre antes de asomar la cabeza. Hacia el sur se desparrama el pueblo, y nunca mejor dicho se desparrama. Es raro que alguna casa conserve su tejado, y solo se mantienen enteras las edificaciones más sólidas, la torre del reloj, los templos, lo que debió de ser la casa consistorial y la gran fábrica frente al campanario. Allá, hacia el noroeste, estará Zaragoza, y esas, en la linea del horizonte, serán las tierras de la Ribera.
Nicanor sueña despierto con regresar. Volverá en cuanto acabe la guerra y recuperará las tierrecicas, sus espárragos, sus alcachofas y sus almendros. Madre le escribió al poco de irse que había tenido que marchar a Zaragoza porque las tierrecicas y la casa se las había quedado un vecino del pueblo, que nunca se supo que fuera monárquico, pero en cuanto triunfaron los rebeldes se pavoneaba por la calle mayor vestido de requeté. Por eso a Nicanor no le gustan los requetés.
Alguien parece soltar improperios o dar voces de mando justo enfrente, en la fábrica. Nicanor saca su espejito. A través de uno de los ventanales el fino instinto del tirador puede adivinar movimiento. Con un poco de suerte podrá añadir otra muesca a la culata de Ramoncín.
El brigada paga un cigarro por cada suboficial y tres si se abate a un oficial. Cigarros de verdad, de los americanos, no de picadura. El único problema reside en cosechar las pruebas de la cacería. Si Nicanor tiene suerte y abate a algún faccioso deberá bajar e intentar recoger la gorra. Es una aventura arriesgada que puede costar la vida, pero por un cigarrillo de los americanos merece la pena, sin duda.
Nicanor deja su gorra cuartelera en el suelo. Asoma primero su mauser apoyándolo en una hendidura y después se asoma él, cuidadosamente. Y lo que ve, a través del ventanal de la planta superior de la fábrica, le deja perplejo. Un cabo primero fascista, con su gorra de borla colorada, levanta el brazo y comienza a cantar. Canta de una manera primorosa. Es la voz más bella y el canto más entonado que Nicanor cree haber escuchado en su vida. No reconoce la melodía pero la letra parece hablar de una madre y durante un instante Nicanor tiene que reprimir un escalofrío de emoción.
¡Cago en Dios, si parece que está llorando y todo!
Nicanor apunta pero no aprieta el gatillo. Hay algo extraño en la figura de ese primera. Algo destartalado, como poco marcial.
Están mal de la cabeza estos fascistas...


2


El cabo primero Saturnino Rodríguez Amable no entiende de política ni le importa, solo entiende de legumbres, jabones, chacinas y cuentas.
Saturnino echa de menos el tacto áspero del mostrador de madera. Echa de menos sortear los sacos de legumbres, limpiar el polvo de las botellas de licor y colocarlas concienzudamente en la estantería, ordenándolas por precios, de más caro a más barato. Echa de menos zambullirse en los olores del colmado. En el colmado huele a chocolate, a chorizo picante y a jabón de Gal. Todo mezclado. Pero sobre todo echa de menos la risa escandalosa y sincera de su madre, cuando le pedía repetir una y otra vez sus chistes.
Saturnino es un hombre simpático y en la división todos ríen con sus ocurrencias, hasta con sus chascarrillos más absurdos. En estos días gélidos, cuando los pensamientos tristes desvelan a los camaradas y ni siquiera el café de puchero reconforta, Saturnino se echa hacia atrás su chapiri, mueve la cabeza haciendo girar la borla roja como un torbellino y todos se desternillan. Y Saturnino se siente útil y durante un instante también aparca sus recuerdos.
En las elecciones del treinta y seis no fue a votar porque ninguno le gustaba, pero madre votó a las derechas. Y cuando estalló la guerra, algunos gañanes del pueblo se calzaron una gorrilla roja y negra y se acercaban al colmado a cobrar el impuesto. Se decían anarquistas, pero todos en el pueblo sabían que no eran anarquistas ni cosa parecida. Al principio se conformaban con algunas perras chicas, pero con el paso de las semanas se fueron creciendo y cada pocos días asaltaban el colmado, arramplando con lo que podían pese a los improperios de Saturnino y su madre. Los llamaban fachas y se iban sin prestar atención a las protestas. Un día el más esmirriado de todos, el que parecía ser el capitán de aquella chusma, apareció con una pistola al cinto. Ese día Saturnino y su madre dejarón de increparles. Antes de que se fueran todos, el esmirriado de la pistola miraba desafiante a Saturnino con su sonrisa oscura y desdentada.
Ahora me vas a dar treinta y seis caramelos, ni uno más ni uno menos -le espetaba-.
Y Saturnino, a regañadientes, envolvía los dulces en un cucurucho de papel.
Las cuentas no salían, los civiles se llamaban a andana y madre ya no se reía nunca. Y Saturnino se mordía los puños y aguantaba las lágrimas de impotencia por las noches.
Un día el esmirriado de la pistola se llegó al colmado solo y tan borracho que apenas podía mantener el equilibrio.
Me vas a dar una botella de moscatel y treinta y seis caramelos, ni uno más ni uno menos.
Ese día algo se nubló en la cabeza de Saturnino. Sin mediar palabra y con una tranquilidad de sonámbulo, agarró el cuchillo jamonero y asestó al esmirriado treinta y seis cuchilladas. Ni una más ni una menos.
Saturnino huyó a la otra zona y se alistó. Ahora, después de hacer majaderías con su chapiri, se sienta, se abraza a su mauser y sueña con recuperar su colmado y la risa escandalosa y sincera de su madre.


3


Bieito Ovejero Trastoi siente que lleva caminando y escondiéndose toda la vida. No le gustan las personas, siempre estuvo más a gusto con los animales.
A Bieito en el pueblo le llamaban tonto, pero él sabe que tonto no es. Simplemente necesita un poco más de tiempo que el común para ordenar sus ideas.
La noche le ha sorprendido como siempre, caminando. Se escuchan voces aquí y allá, pero esta vez el cansancio y el frío vencen al miedo y entra en un pueblo para resguardarse. Hay una iglesia y enfrente un edificio grande. Bieito escoge el segundo. Sube las escaleras una planta y otra planta, cuanto más arriba mejor. Es un espacio diáfano, con columnas y grandes ventanales sin cristal. Un buen sitio para pasar la noche. Bieito se acurruca junto a una columna y se abraza a su hatillo. Cierra los ojos y, como todas las noches, le viene a la mente aquel día en el que padre no volvió de la fábrica. No recuerda haber visto a madre tan nerviosa como aquella tarde en la que se le acercó con el hatillo y con las pesetas.
Escúchame Bieito, hijo. Vas a coger esto y vas a marchar. Vete para Vigo y con estas perras coge un barco. Uno que vaya lejos, ¿oiste?
Pero yo no quiero marchar madre.
Madre no dijo nada más. Lo agarró del brazo, lo sacó de la casa y cerró la puerta. Bieito no acertaba a comprender por qué madre lo echaba de casa, pero para demostrarle que era obediente agarró el camino. Supuso que cualquiera llevaba para Vigo y se decidió por el que llevaba hacia el este. Iba cantando.
Bieito sabe que no es bueno para muchas cosas, pero sabe que para cantar sí que es muy bueno. Además, aunque sea lento para algunas cosas, es capaz de recordar cada canción y cada melodía que escucha, ordenándolas en su cabeza como en un archivo. Sabe cientos de canciones y aún le queda espacio en su archivo para mil más. Lleva meses caminando y por el camino ha podido aprender alguna nueva. Pero casi todas las canciones de ahora son feas. Hablan de muertos y de cosas que desconoce. Bieito cierra los ojos e intenta recordar qué hizo mal. Por qué madre lo echó de casa.

4

El teniente Hipólito Revilla Cabezón no entiende cómo esta guerra puede durar tanto. A él, hijo, nieto, bisnieto y tataranieto de militares, héroes de la guerra de África, de Cuba y hasta de la guerra con los franceses, le cuesta comprender cómo una banda de desharrapados es capaz de resistir al ejército español durante tanto tiempo.
Hipólito es de una familia "como Dios manda". Tiene una hermana que ha profesado con las Hermanas de la Doctrina Cristiana en Valencia y desde el principio de la guerra no se sabe de ella. Se tiene noticia de que los rojos asaltaron las casas de la congregación y en su familia todos están muy preocupados por su suerte.
El día que marchaba para el frente su madre le regaló un hermoso detente bala que ella misma había bordado.
Toma hijo. Liberad Valencia y tráeme a tu hermana. Pero sobre todo vuelve tú de la guerra, que si también me faltases no sé que sería de mí.
Hipólito aprieta el escapulario que porta siempre sobre el pecho. Tiene un sagrado corazón sangrante del que brotan llamas y una cruz, rodedo de una leyenda bordada en negro que reza "Detente, el corazón de Jesús está conmigo. Venga a nos el tu reino". En el reverso de fieltro Hipólito ha escrito otras palabras: "Por Dios, por la Patria y el Rey". Y jura que entrará en Valencia y volverá con su hermana, aunque tenga que ganar la guerra él solo. Pero pasan las semanas y Valencia sigue igual de lejos.
Suena un disparo aislado: "pa-co". Desde su lado del pueblo los rojos siguen tirando. Se combate casa por casa y a veces solo una calle separa a unos de otros. Hipólito escruta los edificios de alrededor. La torre del reloj, los campanarios, la fábica de cerámica. Escucha risas a su espalda. Un idiota está haciéndo visajes con la cabeza, haciéndo girar la borla de su chapiri. Hipólito se acerca y cesa el jolgorio.
A ver, Rodríguez; deje de hacer el ganso y acompáñeme, que nos vamos de cacería.
A sus órdenes mi Teniente.

5


El teniente Hipólito Revilla Cabezón sube las escaleras de la fábrica por delante, a pecho descubierto. Detrás, el cabo primero Saturnino Rodríguez Amable aprieta su fusil para que no se aprecie que las manos le tiemblan. Al llegar al tercer piso el teniente se detiene en el quicio de la puerta, se asoma y hace un gesto al cabo. "Entra y mira". Saturnino, sudando frío, obedece. Hay un hombre acurrucado junto a una columna. Parece estar muerto o dormido. Con cuidado de no ofrecer un blanco a través de los ventanales, Saturnino se acerca, apunta al bulto con su mauser y patea al desprevenido Bieito, que despierta aterrorizado.
¡Yo no soy fascista, yo soy de Porriño!
El teniente saca su revólver y apunta a la cabeza del desgraciado. No es hombre para bromas y no sería la primera vez que desparrama unos sesos. Habla entre dientes.
Entonces eres un rojo hijoputa.
¡Yo no soy rojo, yo soy de Porriño! -se corrige Bieito intuyendo que ha metido otra vez la pata. Se parecen tanto unos a otros-.
"Este es idiota o me está tomando el pelo", piensa Hipólito mientras guarda el revólver con tranquilidad.
A ver, álma de cántaro, nombre, graduación y regimiento -dice sacando un pitillo del paquete verde de Lucky Strike que guarda en su guerrera-.
¡De Porriño!
Mientras prende su cigarrillo con un fósforo, Hipólito medita si tirar ventanal abajo al imbécil del gallego o sacarle las tripas por la boca. Pero se le ocurre algo mejor.
Rodríguez, deme su chapiri -Saturnino le alcanza la gorra y, con algo de esfuerzo porque le queda pequeña, el teniente la ajusta sobre la cabeza de un aterrorizado Bieito-. Te vas a poner delante de esa ventana y vas a saludar con el brazo en alto. ¿Sabes saludar con el brazo en alto, gallego? -Bieito asiente casi al borde de las lágrimas-. Pues hala.
Bieito se ha orinado encima. No entiende. Ponerse delante de una ventana y levantar el brazo no es difícil, pero intuye que no debe de ser para nada bueno. Hipólito espera unos segundos pero nada ocurre. Hay que asegurarse.
Ahora me vas a cantar una canción que a mí me guste, y si no te la sabes te pego un tiro, por rojo, gallego y maricón.
La guerra deshumaniza mucho, pero aún así Saturnino siente lástima por el pobre Bieito. Qué mala suerte, toparse con el Revilla.
¿Te sabes Requetés? -Bieito niega con la cabeza-.
Es que esa es muy dificil, mi teniente. -Tercia Saturnino, que no se la sabe-.
Pues entonces Madrecita.
Esa es más dificil todavía, mi teniente.
¡Pero a mí me gusta, coño! ¿Te la sabes o te meto el tiro? -Hipólito vuelve a sacar su revólver y encañona a Bieito. Saturnino opta por no terciar más. Bieito aprieta los ojos y asiente. Trás un instante de silencio el teniente ríe y el ambiente parece relajarse- ¿No dice que se la sabe? Pues hala.
Bieito comienza a cantar, con cuidado de no equivocarse en una sola estrofa. Para no desentonar, ahoga la emoción que produce el miedo. Canta como un ruiseñor:
"Ahora estoy en las trincheras dando la cara a la muerte. Si muero solo lo siento, madrecita de mi vida porque no volveré a verte".
El tiempo parece detenerse y la guerra quedar muy lejos.
A Hipolito, inmerso en sensaciones que no recordaba, le quiere brotar una lágrima. Saturnino pierde la mirada y se pierde él en algún punto muy lejos de allí.
Cuando el gallego termina de cantar, durante unos instantes, solo rompen el silencio sus sollozos.
Anda, quita de ahí y no me hagas que te vea, que te has librado por buen cantante -espeta el teniente disimulando su desazón-.
Bieito se echa al suelo otra vez y abraza su hatillo. Hipólito se asoma al ventanal y agarra sus prismáticos. ¡Pa-co! Siente como si alguien le empujara.
Una bala acaba de impactar en su pecho, destrozando su detente bala. Un último pensamiento cruza por su cabeza. "Madre, no voy a poder liberar Valencia".
Ese era para ti, gallego. No tienes suerte ni ná. ¿Has visto? ¡El rojo en el campanario y nosotros en la fábrica! -Saturnino ríe y Bieito le observa con resquemor. "Este gallego no tiene sentido del humor"-. Tranquilo que yo no te voy a hacer cantar. -Saturnino le quita al cadáver el paquete verde de Lucky Strike, la caja de fósforos y el revólver. Prende un cigarrillo y observa al finado mientras absorbe el humo con deleite-. Que hijoputa el Revilla, ¿eh? Era monárquico el pobre. Como si el rey valiera para algo... ¿Y tú cómo te sabías Madrecita? -Bieito continúa mirando a Saturnino con desconfianza. "A este gallego le debe faltar un hervor"-. De dónde coño habrás salido tú.
De Porriño.
Saturnino ríe con ganas y por primera vez Bieito esboza lo que parece una media sonrisa.
De pronto arrecian los disparos. Fusilería y ráfagas de hotchkiss. Saturnino vuelve a la realidad y repara que se encuentra solo en tierra de nadie. Hay que salir de ahí lo más rápido posible. Tiende el revólver a Bieito, que lo observa sin reaccionar.
Gallego, ¿quieres salir vivo de aquí? -Bieito asiente, la pregunta es de fácil respuesta-. Pues agarra el revolver, que vamos a tener marejadilla. -El gallego sigue paralizado-. ¡Agárrala, hostias, que no muerde!
Bieito coge el arma y, tras sopesar la situación unos instantes, apunta a Saturnino y vacía el cargador. El primer disparo atraviesa la frente del cabo y desparrama su sesera por el piso.
Saturnino no tiene tiempo para tener un último pensamiento, pero seguro que hubiera sido para la risa escandalosa de su madre.
Bieito no sabe muy bien por qué lo ha hecho. Igual tiene razón su madre y es verdad que es malo. Sollozando, recoge su hatillo y corre escaleras abajo.
Al llegar a la segunda planta se encuentra cara a cara con Nicanor, que subía para cosechar su gorra.
¡Yo no soy rojo, yo soy de Porriño! -Exclama levantando el brazo-.
Nicanor apunta con Ramoncín al estrafalario cabo primera cantante, al que el chapiri le queda notablemente pequeño. Va a ser el cigarro americano más sencillo de conseguir en toda la guerra.
Mientras aprieta el gatillo, reflexiona:
Están mal de la cabeza estos fascistas...

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