UNA
FLAUTA TRAVESERA
-José Javier Alfaro Calvo-
Premio
de Relato Corto
en lengua castellana
2008
Te recuerdo, Amanda,
la calle mojada,
volviendo a la fábrica
donde trabajaba Manuel.
La sonrisa ancha, la lluvia en el pelo,
no importaba nada, ibas a encontrarte con él,
con él, con él, con él.
Son cinco minutos.
La vida es eterna en cinco minutos.
-Víctor Jara-
Las baldosas de la Plaza de la Catedral son grandes y rectangulares. A
mí no me gustan sus intersecciones y, como la zapatilla me cabe
holgadamente dentro de la superficie de cada una, camino sobre ellas sin
pisar donde se juntan aunque, a veces, tengo que achicar o agrandar el
paso y, entonces, me río de mí mismo porque, como soy tan
alto, parezco una marioneta dislocada y sin ritmo a la que se le van los
pies. Siempre he preferido un mundo completamente liso y sin costuras,
un mundo sin vallas ni aduanas, un mundo escrito sin absurdos puntos y
aparte, en el que hasta el pensamiento vaya hilvanado con otros pensamientos,
tal como ocurre con lo vivido y lo soñado. Ya desde pequeño,
cuando estudiaba Geografía, odiaba tener que aprenderme los mapas
políticos. Y es que, no sé por qué, siempre andan
los políticos moviendo fronteras en los mapas políticos
y, en lugar de una serie de países estables, aquello más
parece un puzzle con retales de colores baratos y nombres cambiantes,
sobre todo después de la independencia de las colonias africanas
o de la caída del Telón de Acero. Y a mí me da mucha
pena, porque me cuesta aprenderme los nuevos países y, sobre todo,
porque muere mucha gente cada vez que se cambia una línea en el
mapa. En cambio, los mapas físicos, con su gama de verdes para
los valles, marrones para las montañas, blancos para las nieves
perpetuas y azules para ríos, lagos y mares, son invariables y
me sigo sabiendo de memoria todos los accidentes geográficos, sobre
todo los golfos, el de Bengala, el de Guinea, el de Amundsen, me chiflan
los golfos, a lo mejor porque mi mamá, que se llama Amanda, me
suele decir cuando está de buenas, eres un golfo eres un golfo,
siempre me lo dice dos veces, y se ríe cuando lo dice, mientras
me alborota el cabello, y yo me río porque ella se ríe y
a mí me gusta mucho que mi mamá se ría y es que,
desde que murió mi papá en aquel accidente de la mina, no
suele hacerlo a menudo y casi siempre hay en su rostro una veladura de
melancolía sepia con pájaros negros revoloteando alrededor
de ese pelo tan rubio que le disimula las canas. Pero es que, cuando se
ríe, parece otra y le salen unos hoyuelos muy graciosos en la cara
y los ojos le brillan y le tintinean, como si se le encendiesen lucecitas
intermitentes de Navidad en la mirada, y está muy guapa. Entonces
le suelo cantar la canción que Víctor Jara escribió
a sus papás: "Te recuerdo Amanda/ la calle mojada/ volviendo
a la fábrica/ donde trabajaba Manuel." Y mamá Amanda
entorna los ojos y se pone a recordar aquellos tiempos, cuando iba a buscar
a la salida de la mina a mi papá que, como el de la canción,
también se llamaba Manuel. Las baldosas de la Plaza son de granito,
oscuras, y se pierden donde mi vista no alcanza. Me encantan, sobre todo,
cuando están recién llovidas. Entonces entorno los ojos
y la aguja gótica de la torre de la catedral se refleja, con esa
belleza serena que tienen los espejos negros, en tanto que la lámina
del agua hace borrar la imperfección de las intersecciones. Cuando
el suelo está seco y llevo a pasear a mi perrita Laika, ella, que
me conoce bien, orina en medio de las baldosas, porque no le gusta hacerlo
en las intersecciones. Después me mira, buscando mi gesto de aprobación
y de complicidad. Yo la acaricio, y, tras advertirle que no se lo diga
a Amanda, le doy un azucarillo, aunque sea malo para los dientes, y ella
me sonríe. Sí, estoy seguro de que me sonríe, a pesar
de que digan los entendidos en cuestiones caninas que los perros no saben
reírse, que la risa no es facultativa de los animales irracionales
sino sólo de los humanos. Y yo me río de que "los entendidos"
consideren a Laika irracional, pero siempre se ha dicho que la ignorancia
es muy atrevida. Con un palito suelo extender luego la orina y dibujo
perros de diferentes razas, porque yo sé mucho de perros, y también
dibujo pájaros exóticos, caballos al galope, ranas y hasta
ornitorrincos. Últimamente repito de memoria el mapa de Europa
que sale en los euros, pues es mi especialidad, y, con el palito, llevo
gotas de orina y mancho aparte las Islas Británicas y todas las
del Mediterráneo. Yo, no es por nada, creo que soy bastante listo,
bueno, eso suelen afirmarlo también quienes me conocen bien aunque
me fastidia que lo digan en pasado, "con lo listo que era..."
Y, de verdad, ese "era" duele, pues parece decir que ya no soy
el que era. Todavía acierto muchas preguntas de los concursos de
la tele, pero tuve un accidente con la moto, al poco de haber empezado
Filología Hispánica en la Universidad, que me dañó
el cerebro, pues el casco se partió al golpear contra un quitamiedos.
De hecho, tuve pérdida de masa encefálica y, aunque también
dicen que he tenido una "regresión a la infancia" y no
faltan quienes me llaman "el tonto", cuando piensan que no les
oigo, no soy ningún niño, ni soy tonto y mi nombre es Miguel,
como Cervantes. Por eso suelo escribir. Siempre he querido ser escritor
y tengo un diario donde anoto cada día lo que hago, sobre todo
cuando consigo acabar para siempre con algunas de las letales intersecciones
que existen por el mundo. Ahora que me he metido en Informática,
cualquier día de estos crearé un blog para luchar contra
las intersecciones. Y, hablando de Cervantes, tengo que decir que me gusta
mucho el personaje de Don Quijote y me siento un poco como él,
cada vez que logro quitar alguna de las rayas que tanto afean a esos mundos
de Dios y, además, hago todo sin esperar nada a cambio, a pesar
de que esto me ha ocasionado más de un disgusto y es que la gente
es muy egoísta y va a lo suyo y no me entiende. Pero también
Don Quijote era un incomprendido. Perseguimos el mismo fin y lo único
que nos diferencia son las armas. Él usaba lanza, escudo, espada
e iba siempre con Sancho Panza y Rocinante. Eran otros tiempos. Yo sólo
utilizo goma de borrar, líquido corrector, cuchilla y la compañía
de Laika. Mi madre se ríe mucho con los títulos que pongo
en mi diario. El de ayer se titula "Donde se prosiguen los arduos
trabajos que el bravísimo Miguel y su fiel escudera Laika pasaron
en la Calle Jovellanos para borrar los grafitis de una fachada".
Pero, además de la lluvia, también la niebla y la nieve,
sobre todo la nieve, me ayudan en mi cometido. La primera vez que nevó,
supe que la Plaza de la Catedral de mi ciudad era la Plaza más
bonita del mundo, y es que parecía un manto blanco de armiño
hecho de una sola pieza, en la que los chirimbolos hacían de motas
negras. Me quedé contemplándola apoyado en el alféizar
de mi ventana desde después de desayunar. luego me puse en la minicadena
el "Concierto para piano Nº3" de Rachmaninoff, sí
ya sé que Rachmaninoff no esta en la lista de "Los 40 principales",
pero a mí me gusta Rachmaninoff, y allí estuve elucubrando
historias sobre la nieve hasta que regresó mi mamá y me
llamó para comer. No me atreví a pisar la Plaza porque,
aunque las rayas habían desaparecido de la vista, yo sabía
que estaban debajo y que cualquier pisada las sacaría a la luz
despertando su instinto asesino, porque las rayas, aunque no tengan consideración
animal, sí que tienen instinto asesino. Aquella noche escribí
en mi diario una poesía. Fue la primera poesía que escribía
después del accidente y, desde entonces, me sentí decididamente
poeta y comprendí que era a eso a lo que quería dedicarme
en mi vida y escribo muchas al final de mis notas diarias y ésta
dice así: "La nieve cubre la Plaza/ y se han borrado las rayas/
y se ha quedado pintada/ de blanco como las almas". A mí mamá
le gustó, pues suele leer mi diario y a mí no me importa
que lo lea porque no tengo secretos con ella y es una tontería
decir que un diario debe ser secreto porque hasta un secreto tiene que
ser compartido para ser más secreto. Le gustó, sobre todo,
el encabalgamiento abrupto entre el tercer verso y el cuarto y me dijo
que ese detalle era un signo innegable de madurez poética. Imaginaos
cómo me sentí. Y, aunque también enseño el
diario a Laika, ella sólo lo huele, me mira y se va, pero sabe
que es algo valioso para mí. Además, tengo muchos libros
de poesía que mi mamá me compra y me he aprendido muchas
de memoria y también escribo acrósticos, caligramas, jitanjáforas,
palíndromos y greguerías. Son cosas que me vienen desde
niño, de cuando mi yaya Avelina, analfabeta ella, me enseñaba
de memoria los romances fronterizos que había aprendido a su vez
de su mamá, también analfabeta, aunque no estoy nada de
acuerdo con el concepto de analfabetismo cuando se habla de ellas, pues
resulta despectivo y, aun no sabiendo leer, tenían un enorme bagaje
de literatura oral. Mi mamá en cambio es maestra y, aunque nunca
llegó a ejercer, siempre ha tenido una especial sensibilidad poética.
Así que tengo muchas raíces o genes que entroncan con la
lírica y, como dice el refrán, "el que a los suyos
parece, honra merece". Y, por si esto fuera poco, ya en la escuela,
Don Andrés, el maestro, nos leía poemas a todas horas, porque
decía que el Lenguaje era la única asignatura importante
y las demás derivaban de ella, y lo pasábamos en grande
jugando con el lenguaje. ¡Ah!, y también solía repetir
que "la Vida está llena de Poesía". Aún
guardo los libros que escribíamos entre todos los del curso y que
luego Don Andrés se encargaba de encuadernar para repartirnos uno
a cada uno. Allí se pueden leer las dos mejores greguerías
que he escrito, que dicen así: "el charco es el hermano pobre
del cielo" y "en lo alto de los rascacielos se vive en las nubes".
Y también utilizo muy bien, me lo dice mi mamá, las metáforas.
Pero, de entre todas las que he leído, mi preferida es una de García
Lorca que dice "un horizonte de perros/ ladra a lo lejos del río".
Y es que todo el Universo y todo lo que ocurre en él puede explicarse
con metáforas y, por eso, yo suelo hablar metafóricamente,
sobre todo cuando le cuento cosas a Laika, que es mucho más inteligente
que la mayoría de las personas. El caso es que, en cambio, no sé
a ciencia cierta de dónde me viene ese odio tan visceral a las
rayas y a las intersecciones, aunque es probable que sea porque lo único
que recuerdo desde después del accidente es la línea discontinua
de la carretera por la que derrapé hasta que choqué contra
el quitamiedos. Una línea interminable que me fue pasando delante
de mis ojos casi pegados al suelo y con la que todavía tengo pesadillas,
pues regresa por las noches agrandándose y tratando de engullirme.
Cuando esto ocurre, dice mi mamá que suelo recitar trozos de poemas
inconexos y que hago gestos como de agarrarme a cada verso, como si cada
uno de ellos fuese el peldaño de una escalera por la que trato
de ascender, como queriendo salir de un pozo invisible. Yo pensaba que
me tomaba el pelo y, como no la creía, quedamos en que pondría
en mi mesilla una de esas grabadoras que se activan por la voz. Y fue
alucinante. Porque la primera vez que me ocurrió y pusimos la grabadora,
tras un golpe seco que debí de dar a la cabecera de la cama, se
oía "Dejóme mi padre/ lleno de amargura/ niño
delicado/ pobre y sin ventura...Tiene el mar su mecánica como el
amor sus símbolos...Baraja números y nombres, barájalos/
sobre todo los nombres:/ "¿Está Guionor?" "¿Está
Leomar?...Se querían./ Sufrían por la luz, labios azules
en la madrugada... La poesía es un arma cargada de futuro... Besarte
no es amor, es irte oliendo/ igual que huele el macho a su collera...".
Vamos, un auténtico collage con partes de mis poemas preferidos,
que le daba al conjunto un aire surrealista y que sería un buen
material de investigación para freudianos. Otras veces me suelo
despertar sobresaltado y grito y pierdo la noción del espacio y
del tiempo, como si estuviese en un agujero negro, siempre cayendo pero
sin acabar de caer y sin saber dónde está arriba o abajo,
perdiendo por completo la orientación espacial. Mi mamá
viene en cuanto me oye y me enciende la luz, porque ella sabe lo que brilla
una línea reflectante de carretera en la oscuridad, porque sabe
de la angustia que se agolpa en mi garganta durante cada caída
infinita, porque sabe que mi cerebro podría estallar pues en él
no caben esas pesadillas negras llenas de luciérnagas gigantes.
Y, en cuanto enciende la luz, desaparece la línea de la carretera,
se esfuma el agujero negro, aterrizo en mi cama, y mi madre se queda a
mi lado hasta que mis latidos regresan a su ritmo normal y me vuelvo a
dormir. Recuerdo que también Don Celestino, el párroco del
pueblo, solía repetirnos cada sábado aquello de "el
alma es blanca y los pecados la rayan y hay que confesarse para tener
siempre el alma blanca, pura y resplandeciente, porque el justo peca siete
veces al día y vosotros ni siquiera sois justos, así que
os podéis imaginar lo pecadores que sois". Y nos lo explicaba
diciendo que una absolución era como una goma de borrar que quita
las rayas que afean la blancura del alma y que la penitencia venía
a ser la mano de barniz final que la deja resplandeciente. Por eso comentaban
que Don Celestino pintaba cada mes la sacristía, aunque yo creo
que era más bien para borrar los enormes penes que dibujaba con
tizas de colores uno de los monaguillos de la cuadrilla al que llamábamos
Quique Salido, aunque su apellido verdadero era Salgado, Enrique Salgado.
Ahora, como ya no soy un niño, no me confieso y eso que también
tengo muchos pecados porque me gustan las chicas y tengo revistas de chicas
desnudas y he leído Trópico de Cáncer y algo del
Marqués de Sade. Bueno, de esto no quiero hablar más porque
me da un poco de vergüenza y es lo único que no cuento ni
a mi mamá. Pero mira si no me gustarán las rayas que nunca
cruzo por los pasos de cebra y mi mamá mandó poner en casa
los suelos de sintasol porque había baldosas pequeñas y
yo tenía que andar de puntillas, con lo grandes que tengo los pies,
y parecía una caricatura de bailarina, aunque sin tutú.
Todo esto y más que no cuento, con tal de no pisar las intersecciones.
Lo de Dorita ocurrió más tarde y creo que por eso estoy
ahora aquí. Dorita es mi vecina, una niña repipi de diez
años, algo miope y con coletas rubias que se pasa las horas muertas
y las vivas tocando, tirurí tirurá, la flauta travesera.
Mi habitación está encima de la suya y suelo tararear las
canciones que toca, y no porque yo quiera, que no quiero, sino porque
no puedo evitarlo pues, muchas veces, es como si tuviera el tirurí
tirurá metido en la cabeza y nunca encuentro la manera de sacarlo
de allí. Siempre me llama tonto, que si hola tonto, que si adiós
tonto, que si lo que sea pero terminado en tonto y, como conoce mi "lineafobia",
como yo mismo he bautizado de una manera culta a lo que me ocurre, en
cuanto me ve, hace como si llevara una pintura en la mano y me dice a
que te pinto una raya en el pantalón, y se ríe como las
yeguas locas, mitad hipo, mitad risa, y entonces se le marca una vena
en la garganta que desaparece en la cara y luego vuelve a reaparecer en
la frente. Por eso, cuando me llama tonto yo le llamo Guadiana, aunque
ella, que es tonta de verdad, no sepa el porqué. Aquel lunes de
septiembre yo estaba en la Plaza a vueltas con el mapa de Europa, a punto
de terminar la isla de Sicilia con el pis de Laika, cuidando de que se
notase la separación del estrecho de Mesina, cuando el Guadiana,
que iba al Conservatorio con su flauta travesera en el estuche y llevaba
un gorrito ridículo de ala ancha con un lazo rosa, se me acercó
y se puso a reírse de mí con aquella risa de yegua loca,
hola tonto, hola tonto, y me pisó el mapa con sus cursis zapatos
de charol, destrozando todos los países nórdicos, y el pis
se salió por las intersecciones de la baldosa, mira lo que hago
con tus dibujos, tonto, Laika le ladró, hacía un calor húmedo
y no había nadie más que nosotros tres en todo el Paseo,
yo quería que se marchase porque me estaba poniendo loco, me acordé
de mi mamá que solía decirme no le hagas caso, que es un
niña muy maleducada, Laika seguía ladrando y el Guadiana
que no se iba, con el tonto por aquí y el tonto por allá,
yo respiré hondo, siguiendo los consejos que mi mamá me
había dado para estos casos, hijo, respira hondo, respira hondo
cuando te pongas nervioso, hacía mucho calor y, ya digo, me puse
loco, loco del todo, y la cogí del brazo con fuerza, que yo tengo
mucha fuerza, y ella riéndose cada vez más y la vena de
la garganta, que le desaparecía en la cara y le reaparecía
en la frente, se le iba poniendo cada vez más azul, casi morada,
sobre aquella piel paliducha que tenía como de muñeca de
porcelana de Lladró, de tanto pasarse las horas muertas y las vivas
encerrada en su habitación sin apenas ver el sol, dale que dale
al tirurí tirurá, Laika ladraba cada vez más, saqué
la goma y le quise borrar la raya azulona de la frente, pero con tan mala
suerte que echó a correr y se cayó y se golpeó precisamente
en la frente con una intersección de las baldosas del suelo y la
sangre salió como un surtidor y yo me asusté y eché
a correr sin mirar atrás, con Laika en brazos, y fui a casa y cerré
la ventana de mi habitación y escribí todo en mi diario,
mientras en mis oídos no paraban de sonar flautas traveseras y
risas de yegua loca. Cuando llegó mi mamá de arreglar a
un muerto del tanatorio donde trabaja, había mucho ruido de gente
en las escaleras y yo le enseñé el poema que había
escrito en mi diario después de contarle lo ocurrido: He roto la
raya azul/ que pintaba la garganta/ y salía por la frente/ de Dorita,
alias Guadiana. Mi madre estaba tan seria que no valoró el encabalgamiento
abrupto que había usado nuevamente entre el tercer y cuarto verso.
No me gusta recordar los días siguientes, días de mucho
follón, de mucho llorar mi mamá, hijo mí, hijo mío,
de mucho llorar yo de verla llorar, no llores mamá, no llores mamá,
de mucho ir a la Comisaría, donde pasé dos noches horribles
en una celda con barrotes cuya sombra me daba en la cara, que la primera
noche hasta me mordí los labios y me hice sangre y me meé
de miedo en los pantalones, días de mucho hacerme siempre las mismas
preguntas, siempre acompañado de un señor abogado, pesado
como él solo, que estaba todo el día diciéndome lo
que tenía que decir, ni que yo fuese tonto de verdad. Ahora estoy
bien, pero la primera noche no pude dormir en esta casa grande donde me
llevó mi mamá, con tanta gente en este enorme pasillo dando
vueltas y más vueltas, como autómatas de piñón
fijo con las miradas perdidas en un horizonte inexistente y aséptico
que nada tiene que ver con el "horizonte de perros" lorquiano.
Mira tú, no se les ocurrió mejor cosa que ponerme un pijama
a rayas y meterme en una habitación que también tenía
barrotes en la ventana. ¡Para mi genio, con lo loco que me pongo
cuando veo rayas! Mi mamá tuvo que explicar a los doctores de la
casa grande mi "lineafobia" y le dejaron traerme un pijama verde
y puso celofán oscuro de color caramelo en los cristales para que
no viese los barrotes, aunque me dijo que, "por terapia", no
le dejaban traerme la goma de borrar, ni el líquido corrector,
ni la cuchilla. Por un lado me disgusté mucho, ya digo, y es que
no sé de qué terapia hablan pero, por otro, estoy contento
porque aquí tampoco es que hagan demasiada falta, además,
me ha regalado un diario nuevo y más libros de poesía y
viene a verme todos los días con Laika, y Laika menea el rabo,
ladra lastimeramente y se mea de emoción en cuanto me ve, y yo
sigo dibujando con su pis el mapa de Europa, que cada vez lo hago mejor
y más completo, pues ahora pongo hasta los islotes de Póo,
que tanto me gusta contemplar durante los veranos, y después limpio
todo para que no me regañen, ya que apenas me la dejan tener cinco
minutos, pero me conformo porque yo sé, como Víctor Jara,
que "la vida es eterna en cinco minutos". Laika ya no se ríe,
como tampoco se ríe mi mamá, ríete un poco, le digo,
y ella lo intenta pero se le queda la cara en una mueca rara como si no
tuviera fuerzas para reírse y yo, que, al principio, le ayudaba
a reírse levantándole las comisuras de los labios, ya no
se lo digo más porque siempre acaba llorando y le salen muchas
rayas en la frente y no deja de suspirar, ay hijo mío, ay hijo
mío, siempre repite las cosas dos veces, y los brillos de sus ojos
son unos brillos tan tristes que casi no son ni brillos, como de pabilos
de velas de procesión de Semana Santa, que parece que se van a
apagar de un momento a otro, y estoy convencido de que ya no la voy a
ver jamás con "la sonrisa ancha/ la lluvia en el pelo.."
cuando regresaba del trabajo para encontrarse conmigo. Lo que más
me gusta de esta casa grande es que el suelo es de sintasol blanco y puedo
caminar por el pasillo con los ojos cerrados sin miedo a pisar el pecado
de las intersecciones. A pesar de todo, echo de menos la Plaza de la Catedral,
me gusta verla tanto con sol como con orvallo, porque la fachada y la
torre cambian de color y, a buen seguro que si Monet hubiera vivido aquí,
la habría pintado a diferentes horas del día. Ahora, Carol,
la enfermera que más se ocupa de mí, cuando jugamos al ajedrez,
que por cierto le gano casi siempre con mi letal apertura Reti, pone mucho
cuidado en no colocar las figuras tocando las intersecciones que separan
las casillas y el Doctor Ausejo ha cambiado las hojas a rayas de su agenda
por otras blancas y Don Amado, el Director, me ha prometido que no volverá
a llevar más corbatas a rayas, así que voy consiguiendo,
poco a poco, esa misión que, lo decía Don Celestino y lo
pensaba Don Quijote, cada uno tenemos encomendada en este mundo. Todas
las noches, antes de acostarme, me pongo a repasar los golfos, el de Carpentaria,
el de San Lorenzo, el de México, o a recitar, en vez del "Jesusito
de mi vida", que eso es cosa de niños, esa poesía de
Neruda que empieza por "puedo escribir los versos más tristes
esta noche", o la de Gloria Fuertes que dice "La Muerte estaba
sola como siempre/ haciéndose un chaleco de ganchillo", o
la de Ángel González, tan profunda, "Para vivir un
año es necesario/ morirse muchas veces mucho", pienso en que
tiene que haber un paraíso canino para los perros como Laika, parecido
al que nombraba Juan Ramón Jiménez para los burros como
Platero, y eso hace que se me llenen los ojos de lágrimas aunque,
a veces, como me he vuelto muy duro, he aprendido a bebérmelas
antes de que caigan, antes incluso de que se produzcan. Mi mamá
me ha dicho que nos vamos a cambiar de piso y que, en cuanto lo tenga
preparado, podré salir. Y también me ha dicho que lo de
Dorita fue un buen susto pero que ya se encuentra bien. Pero eso yo ya
lo sé, porque Dorita, que ahora empieza a caerme bien, porque ya
no me llama tonto ni se ríe como una yegua loca ni le sale en la
garganta, ¡seguro!, aquella raya azul oscura que le reaparecía
en la frente, aunque yo no la veo, viene y está junto a mí
desde el primer día, al otro lado de la valla alta que rodea la
casa grande, hasta que me duermo. Lo sé porque reconozco todas
las noches, antes de dormir, nada más reposar la cabeza sobre la
almohada, la música inconfundible, tirurí tirurá,
de su flauta travesera.
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