Hasta
que nos sueltan
Fernando Benito Labarta
Las
nubes que acongojaban la tarde en la ciudad se han cansado de retener
su pena, y un fino llanto amenaza el secado de la colada. Aguanto el órdago
desde mi butaca confiando en la amainada, pero el temporal arrecia y mis
camisas, agitadas por el viento, manotean nerviosamente tras el cristal
como demandando mi auxilio. Demorándome tan sólo en un justificado
refunfuño, renuncio a mi rato de lectura y cierro mi libro abandonando
a Menelao en Troya; tendrá que ocuparse él de Helena, que
yo he de rescatar mi ropa.
En el tendedero se desarrolla otra homérica batalla que no precisaría
sino de un buen bardo para ser inmortalizada: las sábanas se encarrujan
en la cuerda y plantan cara a la tormenta; encolerizados por el viento,
unos pantalones estrangulan con una presa grecorromana a la funda de la
almohada, que se debate boqueando entre espasmos con un ulular entrecortado;
los pañuelos se agitan como aqueos asustados ante la ira de Poseidón
y palmotean sonoramente su alarma los calzoncillos, con la desesperación
de galeotes enfrentándose al temporal amarrados a los remos. La
única prenda que mantiene una postura digna es un sostén
de mi señora. Su encofrado de aros y varillas le convierte en una
especie de Laocoonte del tendal caótico, y dos de mis corbatas
apostillan la imagen enroscándosele como sierpes. Pero hete aquí
que Zeus ha debido de confundir un talón zurcido con una debilidad
mítica y, de un manotazo de viento, arroja un calcetín al
Hades.
Me llamo Aquiles Cuevas y no me gusta la televisión.
Aprecio más el placer que me proporciona la lectura y, si nos referimos
a espectáculos, el teatro. Aunque me gustaría disponer de
una chimenea para arrebatarme con las telúricas danzas de las llamas,
carezco de ella, así que si no estoy leyendo, suelo quemar el tiempo
en la contemplación de ese pequeño teatrillo que se despliega
en mi ventana cuando la lavadora culmina su labor. Tras el centrifugado,
la función.
Por esta particular afición he sido objeto de muchos comentarios
y de no pocas bromas de mis amigos, personas de buen proceder pero que
adolecen en su sensibilidad de una falta de cultivo. Es el tendedero un
escenario donde las prendas, como anónimos actores, nos ofrecen
con sus sutiles interpretaciones un abanico de las pasiones humanas. Sentémonos
en una butaca, miremos al patio y disfrutaremos de comedias hilarantes,
tragedias desesperadas y, añadiendo un poco de música al
ambiente, acompasados ballets. Reconozco que mi estado de ánimo
tiene una influencia considerable en el devenir de las escenas, así
como las lecturas en las que ande yo sumergido, o los avatares del día.
Pero ¿no son todos estos factores igualmente decisivos en el resto
de mis percepciones? Cierto es que en alguna discusión con mi mujer
he tenido la sensación de que la colada enfatizaba nuestro enfado
con una coreografía de nerviosos molinetes, y que en momentos más
tiernos aprecié desde la cama los juegos de un albornoz y un tenue
camisón imitando nuestras caricias; pero no lo es menos que en
otros casos han sido sus delicados lances de tendedero los que me han
incitado a disfrutar de alguna mañana dulce, ni que fueron los
latigazos de una colcha suspendida como un ahorcado en la noche los que
a veces alteraron mi reposo. He contemplado en el tendal dramas más
discretos, sin tanta carga efectista pero no menos intensos, como el suicidio
de una media abrumada por el abandono de su pareja. No pudiendo asumir
el trago, dibujó un tirabuzón, exhaló un mohín
nostálgico, y se soltó de la cuerda abismándose en
el patio. Su cónyuge, inconsciente de la tragedia, había
quedado olvidada en el fondo de la cesta y de allí fue a la basura,
incapaz de rehacer su vida.
El viento, con su batuta invisible, marca el ritmo de la trama y mueve
a los personajes, matiza con las nubes la iluminación adecuada
y adereza algún que otro pasaje destacable con atrezo: melancólica
lluvia, caprichosa nieve, taciturno hollín. Yo me permito en ocasiones
intervenir en la elección del reparto incorporando a la cuerda,
según el caso, una elegante chaqueta, una coqueta falda o una rebeca
de punto. La sobriedad de la pana, de movimiento tardo, es adecuada para
el drama de una tarde de otoño, pero se requiere la dulzura del
algodón o la sensualidad del raso para un sainete de primavera.
La ropa nueva, con la timidez del apresto, semeja a los actores noveles,
algo tensos por el miedo escénico, y suelo mezclarla con alguna
pieza ajada, ya metida en tablas, que compense el ritmo con la soltura
que su experiencia le dicta. Pero todas sin excepción, en el momento
en que, humedecidas por el lavado, entran al escenario, se dejan el tejido
en el papel, transmudadas por el viento en el personaje que representan.
Y todas, como el humano, olvidan que su actuación termina, que
el tiempo es fútil y que hasta el espectáculo más
intenso pende de cuatro pinzas. La erosión del uso dilata las dos
patitas del muelle, se relaja la presión de sus labios de madera
y un actor desaparece de escena con un zarpazo de viento.
Tengo bien presente en qué momento de mi existencia se me ancló
en el pecho esta querencia hacia el teatro y los tendederos, y los dos
factores que actuaron de acicate para que hasta el día de hoy se
me mantenga: la promesa de vida que titilaba en los ojos de una niña
y la magia que ocultaban los muros de la fábrica de pinzas.
Pero vayamos por partes:
Los ojos de una niña
No tendría yo diez años cuando una
efervescencia desconocida alteró la beatífica paz de mi
infancia. La vi. Lo recuerdo como si fuera hoy. La vi pasar y quedó
para siempre colgada mi colección de cromos de animales y mi secreta
vocación de pelotari. Yo supe de alguna manera, con esa ternura
silenciosa con la que pasan las cosas que de verdad importan, que mi vida
había cambiado irremediablemente. Ella existía, surgía
de un proscenio telúrico y antiguo, del camerino de Eva en el Edén,
para mostrarme que aquello en lo que nunca había reparado era lo
que siempre busqué, como hebra de una trama anterior a mi aparición
sobre la Tierra. La vi pasar con sus libros forrados sobre el pecho, un
pasador azul sobre el pelo y unas pestañas rubias sobre unos enormes
ojos que iban a ser, a partir de aquel día, la bocana del puerto
adonde quise siempre llegar sin haberlo supuesto, el umbral de la pirotecnia
y de todos los prados verdes en los que apetece vivir y por los que merece
la pena morir. Vaya, que las hormonas empezaban a serpentear a gusto por
mi caudal sanguíneo y me hacían confundir los brillos del
aparato metálico que encorsetaba sus dientes con el espejeo cegador
de la corona de Afrodita. Pero bueno, eso es lo de menos. Al fin y al
cabo, ¿qué no es sino ilusión? El caso es que decidí
amarla sin descanso el resto de mi vida, cada día, y así
lo hice durante los ciento veintitrés que duró aquella enajenación
insomne que, de pura debilidad, me empujó a los brazos de la varicela
en cuestión de dos semanas. ¡Dura la vida del amante infantil
que busca a ciegas su senda, sin topografía conocida ni mapas que
le faciliten el periplo!
Cuando mis padres me permitieron volver a pisar la calle bajo promesa
de que no me rascaría los rojos granitos que arrasaban mi cara,
dediqué mi convalecencia a seguir a mi princesa en sus cotidianos
recorridos de la escuela a casa, y de casa al parque. A bastante distancia,
claro, no fuera a ser que descubriera mi debilidad hacia ella, que bastante
desorientado me tenía a mí como para compartirla. Así
conocí sus rumbos, su afición por jugar a la goma (que me
provocó cierta nostalgia del frontón que ocupaba antes mis
horas), su tienda preferida de gominolas (que me hizo dudar por proximidad
sobre mi deserción del coleccionismo de cromos), y su cita semanal
con el mundo del celuloide en las proyecciones dominicales de la parroquia
(el único hábito que, para mi alborozo, compartíamos).
En aquellas películas de transcurso tartamudeante y cortes inesperados,
por la aparición de un beso en pantalla o por los habituales problemas
técnicos, había descubierto una primera versión de
la mitología griega, edulcorada en tecnicolor norteamericano y
plagada de reptiles gigantes y repeinados héroes. Fue mi primer
acercamiento a la tragedia, con las tintas cargadas en la violencia consustancial
a la guerra y la censura inherente al amor, que me hacía sentirme
aún más despistado con los nuevos efluvios que me habitaban.
Por otro lado, los macarras helénicos de la pantalla me daban pistas
sobre las formas en que uno debe defender aquello que le es vital, y me
adiestraron a base de mamporros cinematográficos en el arte del
valor inconsciente. Así, una tarde en que un Maciste azulón
de dos dimensiones repartía leña entre las huestes de la
malvada Medusa, distinguí en la penumbra de la sala a Rodrigo,
un gallito bravucón a quien todos sin excepción temíamos,
molestando a mi amada con sus requiebros quinquis. En un arrojo de valentía
que para sí hubieran querido los campeones del Olimpo, y lamentando
que mis pantalones cortos no encubrieran el temblor de mis rodillas, me
acerqué a él y, farfullando entre dientes que se trataba
de mi hermana, le sugerí que la dejara tranquila. Una mezcla de
emociones y de extrañas sensaciones espaciales me embargó
a partir de ese momento y me impidió enterarme del resto de la
película, haciéndome oscilar entre la anchura satisfecha
por el arrojo demostrado y la angostura con que mi piel me contenía
al calibrar las consecuencias de mi hazaña cuando se encendieran
las luces. Pensando en los beneficios que podría conllevar para
mis huesos una veloz retirada, no esperé a que el The End se diluyera
para salir de la sala. En la puerta, concediéndome el centelleo
de su ortodoncia en una sonrisa abierta, me esperaba mi niña. Posó
un beso ligero en mi rostro y se alejó con un tímido corretear
de ardilla que vuelve a su madriguera. Ninguno de los bofetones que me
propinó el macarra diez minutos más tarde consiguió
quebrar la burbuja de mi éxtasis.
Ebrio de amor y de guantazos, con dos dientes indecisos y un ojo improvisando
cromatismos, me tambaleaba feliz hacia mi casa, y de esta guisa tan inapropiada
me habría presentado ante mis padres si no acierto a cruzarme con
el viejo Braulio.
-¡Aquiles! Pero ¿qué te ha pasado, niño? Pues
sí que vas florido; anda, entremos un momento en el taller para
que pueda lavarte un poco y adecentarte esa cara, que así no puedes
ir a ningún sitio. Entra, siéntate y me cuentas la batalla
mientras te amortajo, golfo.
Apoyó su mano en mi hombro y entramos los dos, y ahora ustedes,
en la segunda parte de mi historia.
La fábrica de pinzas
Un niño vive su barrio como si de un universo
se tratara. La topografía del cosmos habitado la medí concienzudamente
en aquel tiempo a saltos de pídola y repiques de canica; con un
tute, matute y tres pies te plantabas en el borde de la galaxia. La vida
transcurría ágil y nerviosa, pero con unos ralentizados
días generosos en minutos, en la repetición de cuatro itinerarios
conocidos hasta el último adoquín. Mi calle, el colegio
a dos manzanas junto a la iglesia, la tiendita de los futbolines y la
aventura dominical de la campa despoblada, territorio salvaje sembrado
de escombros y lagartijas en el que había que adentrarse armado
de tirachinas. La tierra ignota se extendía a partir de estos límites,
tan desconocida y legendaria como la Esparta del cine parroquial.
Yo concebía aquellas calles como un reino inmutable lleno de personas
a las que el tiempo no afectaba: siempre me despertaría mi madre
oliendo a café, siempre sabría del final del recreo por
las palmadas de Don Melchor, siempre estaría la Eleni dispuesta
a venderme chicles Dunkin, y por siempre buscaría yo aquel cromo
del koala que amputaba mi colección. Aún no era capaz de
percibir las inestables pinzas de las que pende toda existencia en el
tendedero; ni aquella ráfaga de camión que hizo desaparecer
a mi vecino pudo enseñarme a verlas, pues a nadie le pareció
oportuno comentarme su existencia hasta que conocí a Braulio.
Ayer precisamente, tendiendo la colada, quiso mi mente caprichosa acordarse
de él. Sujetaba yo frente a la cuerda la falda plisada de mi cónyuge
con esa gracia en el doblez aleccionada para evitar arrugas del secado,
cuando quiso por azar binguero surgir del saquete de las pinzas, tras
la verde pistacho y otra de un azul palanganero, una de madera. Acostumbrado
como estoy al plástico, se me antojó esa pequeña
herramienta casi una reliquia, un trozo de materia de otros tiempos en
los que del corazón del árbol surgían aquellas mínimas
prensas para sujetar la intimidad textil de cada uno al tendedero. Y a
la caza de reliquias, brincó mi memoria a mi infancia y volví
a ver, tan nítida como si la tuviera delante, la desconchada tapia
de la fábrica de pinzas.
No muy lejos del colegio, embutido entre dos de los idénticos edificios
de vecinos que conformaban aburridamente la calle, como una ermita dedicada
a las antiguas manufacturas, se encontraba el taller de Braulio. Se escondía
del tránsito en la calle con un murete de metro y medio que no
habría inhibido el salto ni del ladrón más torpe;
tan leve era el valor en duros que albergaba aquella tapia, que su misión
era más delimitar el mágico rincón que protegerlo.
Era un pequeño solar de unos cien metros, cubierto en su mitad
por una tejavana que salvaba de la lluvia a la herramienta: la fresa,
la sierra y el bombo. El resto del terreno, desprotegido de nubes, celebraba
la humedad del cielo con su brotar de hierba y matojos entre una miscelánea
de maderas, rollos de alambre y chapas tan ancestrales que parecían
ser las genuinas propietarias del entorno. Aquella fábrica arcaica
era, en pleno centro urbano, un animal a extinguir arropado por un trozo
de prado imposible, un rincón que, más que conocerlo, me
parece haberlo soñado.
Bajo el reducto de teja y rodeado de una pátina de herrumbre, Braulio
manipulaba la maquinaria con un fervor que la rutina no había conseguido
erosionar, y aquella ceremonia de gestos repetidos se convertía
en mi mente de niño en la liturgia hipnótica de algún
rito antiguo. La mandíbula metálica gemía en su mordisco
para convertir el alambre en el tirabuzón del muelle, y el alma
quedaba a la espera de las dos piezas de leña que canalizaran su
fuerza. La fresa confería a las tablas una sinuosidad femenina:
el primer promontorio, una cuesta leve hasta el corazón donde se
asentaría el muelle y, tras la dulce concavidad del valle, una
segunda colina que concluía en los labios. La sierra circular escindiría
aquel paisaje de dunas con caminos chirriantes y de una nube de serrín
nacían las pequeñas piezas que casaría después
el muelle.
-Las pinzas son animalillos fieles -solía contarnos a la chavalería
en los descansos de su labor-. Humildes, chiquitas, tan insignificantes
que nadie repara en ellas, pero contienen una fuerza sorprendente en su
pequeña naturaleza, y son tan constantes en su tarea que no sueltan
lo que muerden hasta que nuestros dedos lo ordenan. O hasta que la vejez
las vence o el vendaval las sorprende. Y en esa debilidad radica la lección
que nos ofrecen: que nada permanece siempre; que todo lo que está,
antes o después, se irá.
Al aire libre, junto a una absurda colección de latas vacías
de aceite para coche, brotaban entre los matojos las patas de una bañera
de hierro que alimentaba musgo y cardenillo con el agua de la lluvia y
a su lado, como para pincelar más onírico el conjunto, se
acurrucaba un pequeño teatro de títeres: cuatro tablas festejadas
en pintura azul con unas irregulares estrellas de puntas nerviosas enmarcando
un mínimo escenario, oculto tras una bayeta verde que hacía
las veces de telón.
Braulio no cerraba la puerta, ni oponía reserva alguna a que los
niños la cruzáramos para verlo trabajar. A mí me
gustaba demorarme un rato en su taller a la salida de clase, sentir en
mis pies ese rumor de prado desorientado en la ciudad, y allí solía
encontrarme con otros chiquillos aficionados como yo al aroma liberado
del serrín, al baile de las pastillas de parafina en el tambor
donde suavizaba las pinzas. Sentíamos al cruzar el umbral, que
estábamos pisando un reino diferente, más próximo
a las tierras de nuestra imaginación que a la calle real con la
que lindaba. De alguna manera, intuíamos el anacronismo de aquel
patio de trabajo, tan alejado de la lógica industrial y urbanística
del barrio donde, mágicamente, sobrevivía.
-¿Qué hacéis tantas horas en el solar de Braulio?
-mi padre no comprendía que aquel hombre mantuviera abierto un
negocio tan poco rentable y se resistiera obcecadamente a vender el terreno
a las constructoras que lo tentaban golosas- ¿No os aburrís
de verlo parir pinzas?
-Hace más cosas, papá.
-Además de perder dinero, no se me alcanza qué otra cosa
puede hacer ese viejo loco.
-Teatro
-¿Teatro?
Teatro. Los sábados a la tarde abandonaba yo mi peloteo en el frontón
y me dirigía religiosamente a la fábrica de pinzas junto
a otros cuatro críos que interrumpían sus ritos de futbolín
para no faltar a la cita. Apilábamos unas latas de aceite para
convertirlas en butacas y aguardábamos sentados entre matojos y
tablas a que la función comenzara.
Braulio construía unos personajes mínimos para su teatrillo
con las piezas que nacían con defecto de la sierra. Así,
con unas muescas talladas y algún detalle añadido (bolas
de anís para los ojos, peluquitas de alambre y algún que
otro atuendo de guata), una pinza enflaquecida mudaba en princesa, en
galán una más larga y, aquella revirada, en traicionero
truhán. Siempre tuve por improvisadas las comedias en miniatura
que nos ofrecía pero muchos años después, por cruzarme
con los textos en otras circunstancias, supe que eran extractos de los
Quintero, Moratín o Bretón de los Herreros lo que en aquel
taller disfrutamos. Conocí también que Braulio provenía
de familia de farándula pero que él, tras un desengaño
amoroso con una actriz secundaria, cambió tablas por pinzas y desapareció
de escena.
"Y ahora, ¿a quién quieres? -gritaba con la voz de
Braulio aflautada una emperifollada pinza- ¿A la máscara
o a mí?". "Demonios sois las mujeres -le respondía
un galancito leñoso surgiendo de bambalinas en lances de carnaval-.
A la máscara y a ti". "Al menos este demonio -voz en
flauta otra vez, desdeñosa y altiva- no te volverá a tentar".
-Has de recordar, Aquiles, el cuidarte de mujeres -solía aconsejarme
aquel desengañado Braulio desde el rincón dolido de su viejo
corazón-, pues si bien es cierto que todo pende de la cuerda, son
las pinzas que prenden el amor las más inconsistentes.
A pesar de sus consejos yo no tardé mucho, como saben, en abrir
la caja de Pandora, pero lo que sí hice, dada la opinión
de Braulio sobre los lances románticos, fue cuidarme de llevar
a mi primer amor a las funciones de títeres por miedo a la reacción
del director. Desde mi heroicidad en el cine de la parroquia, hazaña
de la que Braulio, a pesar de ser mi enfermero, conoció una versión
bien diferente, mi enamorada empezó a demorarse lánguidamente
a la salida de clase, y desarrolló una ingenua estrategia de casuales
encontronazos previsibles que yo no dejé de aprovechar. Pocos días
tuve que esperar para poder, sin necesidad de seguirla a hurtadillas hasta
la tienda, comprar gominolas a su lado (los cromos dejaron súbitamente
de interesarme cuando descubrí la voluptuosidad de compartir un
chicle masticado). Pronto pude acompañarla hasta la esquina de
su calle (nunca más cerca, por si sus padres aparecieran), y pasear
junto a ella por el barrio; llegamos incluso a adentrarnos juntos en la
peligrosa campa, bien preparado mi tirachinas por si alguna lagartija
pretendiese devorarla. Aquiles, el habitante solitario del cosmos habitado,
recorría ahora sus viejos itinerarios acompañado.
No podía excluir eternamente de nuestro periplo el rincón
de la galaxia que más apasionante me resultaba, pero mi amigo Braulio,
por los nuevos condicionantes que presentaba mi vida, había adoptado
a mis ojos cierto matiz de Cancerbero, y no me atrevía a presentarme
con ella en su presencia. El deseo de impresionar a mi amor con la visita
al reino donde nacía la magia ganó el pulso a mi prudencia,
y no tardé en idear una estrategia. Una tarde de octubre esperamos
los dos a que Braulio cerrase el negocio para recogerse en su casa y nos
saltamos de un viaje la hora que teníamos marcada para regresar
a las nuestras y el muro que nos separaba del país de los sueños.
De los míos, quiero decir, porque no tardó en decepcionarme
la falta de entusiasmo que mi amada demostró al introducirse en
la misteriosa caverna del Grial. Le mostré ilusionado la maquinaria
secreta de donde brotaban las pinzas que nos sujetaban místicamente
a la vida, pero ella no alcanzó a ver más allá del
óxido que orlaba aquellos mugrientos cacharros. Se enfadó
cuando quise que nos acercáramos a escudriñar el agua de
lluvia retenida en la antiquísima bañera, alarmada por la
posibilidad de que aquella sucia palangana albergara sanguijuelas. Desolado,
recurrí al plato fuerte, el mágico teatro y sus variopintos
personajes, pero sólo conseguí herirme más con la
afilada risa que brotó de su ortodonciada boca cuando vio los míseros
trapos que colgaban de aquellas ridículas pinzas, que no quiso
tocar porque estaban sucios.
Yo aún no sabía en ese momento de mi vida otorgar nombre
a esas sensaciones que me vapuleaban interiormente, pero era tal la intensidad
de aquel desconocido castigo que me sentí mareado y, para no caer
redondo, me tumbé en la hierba. Ella, tras interrogarme sobre el
mal que me aquejaba y no obtener respuesta, se quedó en silencio
el momento necesario para que emergiera su instinto femenino a cuchichearle,
no ya datos sobre mi inexplicable desesperación, sino qué
estrategia seguir para afrontarla. Se quitó la chaquetita amarilla
de punto de cruz, la extendió en el suelo y se tumbó sobre
ella, a menos de un metro de mí.
-¿Has visto qué rápido corren las nubes? Fíjate,
ésa parece un lazo.
Cómo no, resultó. Unos minutos más tarde jugábamos
a identificar en el cielo objetos reconocibles, huidizas siluetas en busca
de nombre y, a la par que se perfilaban en los cúmulos rasgos definidos,
rebrotaban en mi corazón quebrado llamitas del calor sofocado tan
bruscamente. Noté un roce en mis dedos. Ella me daba la mano.
"Prosigo, Marcela, que ya he saltado el torrente -la voz que imprimía
Braulio a sus pinzas en el teatrillo al día siguiente era especialmente
punzante, tan tensa que parecía irritada, y yo temí que
mi travesura hubiera sido descubierta-. Hay mujeres cuyo oficio es barrenar
corazones, y con dulces ilusiones sacar a un hombre de quicio".
Mis piernas, que asomaban de los pantalones como tímidos sarmientos,
temblaban. Yo identifiqué aquel cimbreo como un aspaviento delator
de mi conciencia reconcomida, e intenté disimularlo cruzando las
rodillas. Braulio, tras la función, se acercó a mí
y puso su mano en mi frente.
-Aquiles, tú estás malo.
Claro. Gripe con fiebre elevada y, como bola extra, un acceso de bronquitis.
El anochecer de otoño al raso se cobraba la factura en mi abarquillado
pecho, agotado como estaba de acarrear sentimientos. Nueve días
en la cama y un total de tres semanas de reclusión en casa: demasiado
para un hombre enamorado. No todas las consecuencias fueron tan nefastas:
mis padres, alertados por mi enfriamiento, decidieron por fin dejar crecer
mis pantalones para que me enfrentara con más garantía al
invierno. Yo, más que preocuparme por el frío, asumí
el cambio de vestuario como un sustancial ascenso en mi evolución
masculina y, tieso como un espárrago, salí a ondear mi nueva
condición el primer día de libertad.
Era domingo. Tarde de cine en la parroquia. Ella estaría allí.
En la pantalla, unos científicos de rasgos orientales examinaban
un enorme huevo procedente del espacio exterior. Yo llevaba rato imaginando
desde mi silla el evidente desenlace: al primer despiste de los naturalistas
brotaría de aquel cigoto un lagarto estelar, como los de la campa
a lo bestia, dispuesto a tragarse el laboratorio, la ciudad y la civilización
entera, que sobreviviría reforzada tras vencer aquella amenaza
desconocida. Lo que no sospechaba, era lo poco que tardaría en
tener que digerir la lección. Crujió la cáscara del
huevo en la película al mismo tiempo que la de mi corazón,
porque un chirrido de metal rozando un diente a mi espalda me hizo volverme.
Con la intuición urgente del obús que se avecina, mis ojos
se adaptaron a la penumbra para ser testigos del beso que mi niña
compartía con el truhán de Rodrigo, aquella pinza revirada
que, de un plumazo, se tragaba mi sueño, mi inocencia, se lo tragaba
todo.
Salí de la sala como pude, escorado el torso hacia la izquierda
porque ahí sentía el dolor que me baldaba, y recortando
con mi silueta la ciudad que ardía proyectada en la pantalla. Pisé
la calle abierta, tomé aire, sólo para descubrir que las
llamas eran ciertas, que la gente gritaba fuego, que todos corrían
y yo no entendía nada. Fuego donde Braulio, la fábrica de
las pinzas se quema.
Cuando llegué a la tapia, el incendio lamía poderoso las
paredes de los edificios adyacentes. Alguien me empujó y el humo,
más en mi pecho que fuera, lo llenaba todo. Desde la acera de enfrente
vi ceder la tejavana, desplomarse sobre el taller y unirse a él
en una polvareda roja y enfadada. Los espíritus de las pinzas,
ágiles sin su peso de leña, escapaban por el aire como chispas
asustadas. La gente gritaba. Yo susurré acuclillado que todo lo
que está, antes o después, se irá. Porque entonces
lo entendí.
Nunca más volví a ver a Braulio. Ni a mi primer amor. Cierto
que me cruzaba con una mujer que se le parecía pero no, no era
ella, mis ojos ya no la distinguían. Los busqué a los dos
sin éxito por el barrio de mi infancia, pero es verdad que los
he barruntado en muchas ocasiones, en funciones más adultas, en
escenarios dispares. Y en mi tendedero
muchas veces.
Son las pinzas animalillos fieles, aunque a veces
no nos lo parezcan. Humildes, chiquitas, tan insignificantes que nadie
repara en ellas. Hasta que nos sueltan.
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