BAÑERAS
ESPECIES SUBACUÁTICAS

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2005

 

 

IGNACIO FERRANDO PÉREZ

 

Ignacio Ferrando Pérez (Trubia, 1972) vive actualmente en Madrid y es autor del libro de relatos Historias de la mediocridad. Ha recibido los más prestigiosos galardones de narrativa breve de este país, entre ellos el Premio «Hucha de Oro» 2005, el «Mario Vargas Llosa» NH 2005, el primer accésit «Alfonso Grosso» al mejor libro de relatos, el segundo premio «Lope García de Salazar» 2005 y ha sido finalista en el «Max Aub» de relato. Algunos de sus relatos han sido incorporados en antologías recientes: Contracorriente, El día en que nos dimos cuenta de todo y Cartílagos de tiburón. En la actualidad colabora con diversas revistas dedicadas al cuento contemporáneo y es profesor de Relato y Escritura Creativa en la Escuela de Escritores de Madrid.

También prepara su primera novela.

 

BAÑERAS

ESPECIES SUBACUÁTICAS

 

Estaba en la bañera, sumergido hasta la punta de la nariz, cuando Rebeca y su piano de cola se mudaron al piso de arriba. Formaron un gran revuelo. Eran, al menos, cinco operarios tirando del piano por la angosta escalera. Rebeca, algo más arriba, les daba instrucciones. Desde el fondo de la bañera, mientras dejaba escapar pequeñas burbujas de aire, podía escuchar sus pasos y sus voces. Mientras lo subían, el piano golpeó en varios peldaños y las clavijas produjeron un acorde felino y ahuecado.

Los de la mudanza todavía hicieron varios viajes hasta la calle para subir muebles menores, mientras Rebeca, arriba, iba ordenando las cajas en el interior del apartamento. No mucho después, escuché a uno de los operarios despidiéndose con esa vulgaridad infantil con que los albañiles suelen agasajar a las mujeres hermosas.

Ha sido un placer señorita, cuando quiera volvemos.

Rebeca no respondió. Se limitó a cerrar y escuché su taconeo sobre el parqué, elegante, medido, sincrónico. Cuando los operarios pasaron frente a mi puerta les escuché decir:

Está buena la tía.

Un poco sosa para mi gusto.

La miel no se hizo para la boca del asno.

¿A quién llamas asno?

Sus voces se fueron perdiendo escaleras abajo hasta llegar al portal. Luego escuché al camión de mudanzas derrapando sobre la gravilla y perdiéndose calle abajo, hacia la plaza. Y de inmediato, como si Rebeca quisiera ratificar el estado del instrumento, las primera notas, desgarradas y diáfanas, de la Danse de travers, creo que la tercera pieza, de Erik Satie. A un palmo de la superficie, los sonidos acolchados por el cascarón metálico de la bañera, se expandían hasta ponerme la piel de gallina. Era como si Rebeca, entre las cuerdas del piano, hubiera doblado periódicos y las notas salieran afectadas por la más pura melancolía. La escuché deslizarse por el pentagrama con un tempo perfecto y creciente y cuando estaba en ese momento en que las teclas puntean la una encima de la otra y parece imposible que dos manos golpeen de ese modo prodigioso las teclas, sonó el telefonillo en su cocina. Las notas quedaron suspendidas en el aire y escuché sus tacones por el pasillo.

Ahora mismo te abro –dijo.

Su voz me resultó sugerente, algo entre indefensa y sensual. Aproveché entonces para salir de la bañera. Escuché, a través de los conductos de la ventilación, cómo la puerta de abajo se abría con un crujido metálico y alguien subía corriendo los peldaños de dos en dos, a grandes zancadas. Seguramente, por el ruido acolchado, llevaba deportivas. Desnudo, dejando tras de mí un rastro de agua sobre el parqué, miré por la mirilla y todavía llegué a ver la sombra convexa de un joven que escapaba escaleras arriba. Por el tono de voz era como si llevaran varios meses sin verse.

Te veo bien –decía él.

La puerta se cerró antes de que ella respondiera. Ahora caminaban hacia el salón.

Ya pasó lo peor –Rebeca hizo una pausa–. Al fin le dejé. Todo parece de otro color... Además, en este piso, me da la sensación de estar más cerca del hombre que aparece en mis sueños...

Se cerró una puerta y a los pocos segundos, volví a escuchar el sonido del piano. La destreza del nuevo intérprete nada tenía que ver con las manos virtuosas de Rebeca. A veces sus zapatos de tacón iban del salón al pasillo y del pasillo al salón, inquietos, como si montara guardia. Yo la seguía, con la vista fija en el techo, arrastrando la toalla, como si sus tacones fueran dos imanes que ejercieran sobre mí un campo magnético imposible de eludir. El muchacho de las deportivas interpretaba algo que podría ser una de las suites de Bach. Y entonces, mientras me secaba el pelo, caí en la cuenta, como un detective que une todos los indicios, de que el muchacho que tocaba el piano en el salón era sólo un alumno y que Rebeca, mi vecina del quinto, era su profesora de piano.

* * *

Pero a las seis de la tarde llegó un hombre a su casa. Por el acento grosero y los modales despóticos pensé que podía tratarse de algún empresario que utilizaba a Rebeca como complemento a su hastío marital. Aproveché su visita para desnudarme y meterme en la bañera. El agua estaba tibia, algo por encima de la temperatura de mi piel. Con la mano apagué las luces del cuarto de baño y me quedé allí, en mitad de la oscuridad, sintiendo el hilo limítrofe del agua sobre las mejillas en inmersión. Podía escuchar, con esa cercanía de las bañeras, el ladrido de un perro sitiado en un balcón distante, la disputa de dos africanos en el locutorio de enfrente y la vibración de un martillo neumático a dos o tres portales calle arriba. Rebeca Muñoz (por entonces ya había bajado a los buzones para darle un nombre propio a sus sonidos) se había pasado la tarde en silencio, quizá durmiendo. Sólo a las seis, o las seis y media, había escuchado el televisor y uno de esos programas de testimonios donde se concentran la inverosimilitud de la humanidad y el sonido atrompetado de su nariz contra el pañuelo.

El recién llegado debía llevar suelas de piel a juzgar por el sonido seco y puntilloso de su calzado. No sé qué tipo de bienvenida sin palabras se dedicaron. Él se paró en algún punto del pasillo y dijo:

Bonita choza, nena. Mira que renunciar a nuestro refugio atómico por esta cochambre... –había menoscabo y algún tipo de rencor en sus palabras.

Rebeca no le respondió. Se limitó a caminar hasta un punto impropio del salón y puso la cadena musical. De fondo se escuchaba una música tenue de balalaica y acordeones polacos que no interfería con sus palabras. Estuvieron así durante unos quince minutos, intercambiando miradas, caricias, abrazos... o, quizá, sólo silencio.

Lo tienes todo manga por hombro –dijo él de repente–. Deberías contratar a una de esas filipinas que...

Luego escuché cómo ella se levantaba e iba hacia el mueble bar. Allí arrojó al fondo de un vaso, casi con furia, tres trozos de hielo y, tras una pausa, el goteo del whisky.

Toma –dijo Rebeca.

¿Tocarás algo para mí?

Ahora no. Acabo de terminar la mudanza y estoy fatigada...

Venga, mi angelito...

Y luego un silencio absoluto, meloso y de repente los pasos de ella, quizá deshaciéndose del abrazo del empresario, caminando con prisa hacia el piano, en fuga, apagando la cadena, ajustando la altura herrumbrosa y circular del taburete y las notas, primero lentas, una a una, del final del verano de Chopin, como ensayando la destreza, desperezando los nudillos y luego rápidas, rapidísimas, haciendo vibrar la superficie concéntrica del agua en mi bañera. Y cuando el movimiento, (una continua escalada de notas) estaba en su cenit y parecía imposible que sólo dos manos crearan aquel sonido polifónico y yo imaginaba aquel verano, siempre el mismo, un septiembre con terrazas desiertas y viento huracanado y palmeras arrancadas en el paseo marítimo y mujeres que se sujetan el pareo, entonces todo quedó en suspenso y las notas, interrumpidas, formaron un silencio abrupto, demasiado real. Es curioso, pero aquel silencio, después de la batalla de Chopin, me resultó más profundo e intenso que el resto de los silencios que conocía y pensé que se debía a los caprichos de los contrastes, igual que un verdulero vendiendo melones en una catedral.

Ahora no –la escuché decir, casi molesta.

Es que me pone cachondo oírte tocar.

Eres un bruto. Aquí encima no.

Venga cariño. Si se rompe tu pianito te compraré otro. ¿Quién crees que te regaló éste?

Luego hubo uno de esos forcejeos en los que uno de los contrincantes apenas opone resistencia porque sabe cuál será el final de la contienda. Y al final o al principio el sonido elástico de unas medias deslizándose y la gruesa caída de unos vaqueros al suelo y la entrega, súbita y creciente, al insólito placer del abuso. Y entonces aproveché para salir a respirar y me volví a hundir de inmediato y escuché cómo gemía, primero con esa cadencia apagada de los maullidos y después, acompasada, rival y contrincante y pensé que quizá fingía con la naturalidad de las prostitutas o se entregaba con una obediencia que yo era incapaz de asimilar y la imaginé (aunque me dé vergüenza reconocerlo) sobre el piano, con las piernas formando una uve y la falda de una pieza vuelta sobre el vientre y el movimiento marítimo y brusco de sus caderas, mientras el hombre la embestía con el tacto de los becerros y sentí una fuerte erección en el periscopio en que se había convertido mi sexo y sin darme cuenta inicié el chapoteo preciso de mí mismo, que a su vez, empezó a competir con el orgasmo ilimitado y progresivo de mi vecina, y cuando sus gritos envolvieron la masa de agua que me rodeaba y yo estaba a punto de derramarme, escuché un ruido seco, un golpe brusco, un saco de paja cayendo desde un campanario, un martillazo contra una superficie acolchada, algo como si masticara tierra y luego silencio. Un silencio denso y fúnebre. Luego, el deslizarse inequívoco de un cuerpo sobre la madera del piano y el impacto contra las cuerdas, la distorsión de las notas multiplicándose en un solo acorde y luego, sin más, ella saltando desde la fría superficie del piano al parqué, ajustándose la falda y recuperando el aplomo.

Fue hasta el baño, accionó el interruptor, una pausa, algo deslizándose por su piel, como una tela, quizá las medias o la falda o las bragas o yo qué sé y el ruido del agua corriendo y ella lavándose en la ducha, con insistencia y mucho jabón y luego, cuando cerró el grifo y el desagüe apenas escurría, su llanto, minúsculo, espontáneo, amplificado por el eco de los conductos y entonces yo miré hacia la rejilla de ventilación y me dejé resbalar unos centímetros bajo la tibia superficie de la bañera, hasta llegar al fondo.

* * *

Me desperté flotando a la mañana siguiente, entumecido y arrugado. Todavía quedaban pequeñas islas de gel en mis axilas que resbalaron por mi piel cuando me levanté y empecé a secarme. Mientras me ponía el albornoz escuché la voz de Rebeca por los conductos. Hablaba por el inalámbrico.

Ya lo he hecho –decía–. Y lo peor es que ahora no sé qué hacer. Creía saber cuál era el siguiente paso, pero ahora...

Su voz parecía matizada por los remordimientos. En el fondo de la bañera, pequeños corales imprecisos resbalaban hacia el torbellino del desagüe.

Tenía que hacerlo... Ya te dije que le odiaba... con toda su prepotencia y todo su dinero. Y bueno... además está lo otro. Sí, he vuelto a soñar con él. Su presencia en esta casa es más intensa... te lo juro... Es como si estuviera muy cerca del final.

No sé por qué pensé que se refería al alumno que no sabía interpretar a Bach. Mientras me secaba, el espejo me devolvió una silueta acartonada en la que tardé en reconocerme. Tenía el pelo mojado y la piel malva y mis ojos parecían subrayados por las ojeras. Siempre me pasa lo mismo cuando paso la noche en la bañera, casi no tengo tacto y apenas siento los labios.

No hace falta que me digas que es una estupidez. Ya sé que, como psicoanalista, piensas que soñar con alguien a quien no se conoce es de paranoicos... más aún estar enamorada de ese hombre pez y hacer lo que yo he hecho por él. Que sí. No te rías. Es como Neptuno pero sin barba, sin tridente y con treinta años menos. Siempre está dentro del agua y sus ojos son de color teja, grandes, profundos, como los de un pescado y huele a sales de baño, sobre todo su hombro... sé que estoy cerca, muy cerca...

El desagüe, atorado e incapaz de engullir los últimos cabellos, terminó su digestión con un eructo final.

Que no... que no es ninguno de mis alumnos... en el sueño, éste me mira como desnudándome y me excita despertar en él ese deseo. Por eso lo hice, porque le siento cerca, como si estuviera aquí, en el piso de al lado.

Sentí una extraña punzada en el costado, como uno de esos detectives americanos descubierto mientras monta guardia, camuflado tras su bolsa de donuts.

¿Vendrás a por él? ¿En serio? No sé cómo pagarte tus favores De acuerdo. Esperaré. Vale, vale, no te preocupes... a nadie, que sí, vale, chiao.

Una pausa y colgó. La escuché caminar hacia el salón y una vez allí, arrastrar algo como un fardo sobre una sábana, hacia el pasillo.

Apagué la luz y salí del baño.

* * *

La temperatura ideal del agua ronda los 31 grados. Más caliente resulta molesta y más fría incómoda. Por eso me gusta meter el dedo del pie en la bañera antes de sumergirme, como un enólogo que comprueba la temperatura óptima del vino. Suelo echar sales porque condimentan la atmósfera e inundan los poros de la piel. Odio los objetos que flotan en la superficie del agua, las esponjas, los flotadores, los patitos y esos submarinistas ortopédicos que mueven las aletas en círculos. Me gusta hundirme poco a poco y ver la realidad anegada y difusa del falso techo, las espantosas cortinas de Ikea y el ataúd esmaltado de la bañera. Odio sentir el tapón y la cadenilla contra la espalda, eso sí y tener que doblar las piernas antes de la inmersión. A veces lo he pensado, pero no me gustaría que mi bañera tuviera surtidores de burbujas, ni hidromasajes, ni luces nocturnas, ni detectores de bacterias, ni nada. Soy una especie anfibia a caballo entre los humanos y los peces, una subespecie acuática enamorada de la amplificación metálica que proporciona la bañera. No tengo escamas, ni agallas, ni palmas en vez de manos, ni nada de eso que cabría esperar en alguien que pasa la mitad del día metido en la bañera. Sólo soy eso, un hombre sumergido en la lentitud del tiempo y de las aguas.

Semejante perversión me ha llevado a medir las jornadas según las botellas de champú que consumo (¿conseguiré sobrevivir a ésta?), a los tarros de sales que disuelvo y a la frecuencia con que cambio las toallas porque ya huelen a humedad. Mis inmersiones duran desde dos horas hasta cinco, lo mínimo para que mi piel deje de ser impermeable y se hinche como un garbanzo en remojo. Conozco mis horarios (el despertador del tercero, la puntual llegada del cartero) por eso estoy casi seguro de que, cuando volvieron los operarios a llevarse el piano, no serían más de las diez de la mañana. Rebeca ya se había lavado los dientes con su cepillo eléctrico. Llamaron a todos los telefonillos y subieron dejando atrás su estela de conversaciones vacías.

El jefe dijo que no preguntáramos...

Yo le hacía un favor.

O te lo hacía ella a ti.

No te pases.

Les escuché pasar frente mi puerta, apenas a un metro de distancia real desde la bañera. Llegaron al quinto y llamaron sin compasión, una, dos, tres veces. Rebeca les abrió y les invitó a pasar.

Está en el salón –la escuché decir.

El gran Steinberg negro (como había dado en imaginarlo) estaría destrozado, con los macillos levantados y las clavijas enredadas en las cuerdas. Los cuatro operarios se llegaron hasta él y contaron uno, dos y tres y levantaron el piano a fuerza de brazos, arrastrando los pies hasta la puerta. Allí ladearon el instrumento y el peso muerto se desplazó por las cuerdas con un sonido trágico hasta atravesar el umbral de la puerta del piso. Después, entre los cuatro, fueron bajando por la escalera.

Juraría que este piano pesa el doble que ayer.

Pesa más que tu madre embarazada de cuatrillizos.

Tengan cuidado con el teclado. Es un instrumento muy delicado –advirtió ella.

En buena hora acepté este trabajito.

Rebeca bajaba con ellos, marcándoles el paso. Y entonces tuve la apremiante necesidad de verla, de saber cómo era y ponerle un rostro a su voz. Resbalé al salir de la bañera pero me agarré al toallero y caminé hasta la puerta dejando tras de mí un reguero de agua y espuma. Comprobé que el parqué también se había levantado en el pasillo, formando una comba moteada por el moho. Cuando miré a través de la mirilla vi que la escalera estaba a oscuras y que la luz tenue de mi baño proyectaba un círculo sobre la puerta de enfrente. Supuse, por los ruidos, que los operarios estarían en el tramo inferior de la escalera y que ya era demasiado tarde para ver a Rebeca. De repente, algo se interpuso en la mirilla. No pude ver qué era o de quién se trataba. Lo que sí sé es que era un ojo, un iris glauco, casi verde. Como un acto reflejo cerré la tapeta de la mirilla y volví a mi bañera, temblando, buscando el letargo de mi mundo subacuático. Desde allí escuché el taconeo de Rebeca alejándose escaleras abajo, los últimos golpes del piano de cola y los vozarrones de los operarios. Estuvieron un rato abajo, enderezando el bulto antes de meterlo en el camión de mudanzas.

Es usted muy generosa –escuché que decían.

Aquí tienen las señas. Allí lo deben llevar y allí les pagarán lo convenido.

Sin preguntas... eso nos dijeron –y uno de ellos empezó a reírse.

Escuché el derrape sobre la gravilla y la puerta de abajo cerrándose con un gran estruendo. Quizá algún día alguien arregle el muelle de esa maldita puerta. Rebeca subió por la escalera y al llegar al rellano de mi casa sus pasos se detuvieron. La imaginé en medio de la oscuridad, preguntándose quién viviría allí, quién la espiaba al otro lado de la puerta. Y luego, para mi sorpresa, sonó el timbre. El sonido achaparrado y electrónico se expandió por el apartamento, como una vacilación. Saqué la cabeza unos centímetros por encima del agua y volví a escuchar el timbre. Luego aporreó la puerta sin convicción.

Quizá lo cuerdo o lo coherente hubiera sido abrirle y decirle que había estado espiándola, que sabía que era profesora de piano y que tenía un solo alumno que interpretaba a Bach con la destreza de un enfermo con parkinson y que la noche anterior, mientras se entregaba a su amante, un rico empresario, le había matado con un candelabro o un perchero o uno de esos objetos que siempre están tan a mano cuando uno quiere asesinar sin alevosía y que su psicoanalista, con el cual le había escuchado hablar aquella mañana, era su compinche y esperaba el cadáver dentro del piano que acababan de bajar por las escaleras. Podría haber abierto la puerta, podría haberle dicho que el hombre pez con el que soñaba era yo, que llevaba sumergido una eternidad y que la deseaba por encima de todo, pero que lo que más deseaba era que volviera a tocar su piano en la distancia oceánica que nos separaba. Eso hubiera sido lo fácil.

Sin embargo volví a hundirme y desde el fondo, con lentitud, fui dejando escapar pequeñas burbujas de aire, pequeños mundos que desaparecían al contacto con el exterior.

* * *

Su bañera estaba justo encima de la mía y nuestros desagües se comunicaban por una tubería común. Por eso, cuando entró en la bañera, primero una pierna, luego la otra y se metió, con la indolencia de las sirenas, escuché con claridad la lentitud de su inmersión y el chapoteo alegre, casi infantil, de sus muslos contra el fondo. Al roce de su piel contra la porcelana y al maremoto de su cuerpo contra la bañera, le sucedieron el burbujeo del oxígeno atrapado en las cavidades cóncavas de su cuerpo y el sonido deslizado de su piel contra el fondo. Y de repente todo enmudeció y las aguas, en la bañera de Rebeca, se estabilizaron en un silencio tenso, angustioso, a la expectativa. Sabía que me escuchaba, que estaba atenta a cada uno de mis movimientos. Me moví un poco y una pequeña ola produjo un ruido acuático. Y ella, un instante después, con un eco escrupuloso, repitió el movimiento. Del susto la botella de champú cayó al agua y ella, a voluntad, empujó la suya repitiendo el ruido con fidelidad. Levanté un brazo y lo dejé caer de plano sobre el agua y ella no se hizo esperar. Froté con la palma la superficie de porcelana y ella repitió el movimiento con una simetría inflexible. Bajo el agua hice un sonido de ballenato y ella me respondió con una cadencia más suave, más tierna, de rorcual. Me sonreí. Y entonces golpeé el fondo con los nudillos, como si se tratara de una corchea. Y ella me respondió con un golpe sostenido y un bemol rápido, fugaz. Y así estuvimos, jugando toda la tarde a inventar un insólito solfeo, una escala musical, el Mi, en el costado derecho de la bañera y el Do, en el embellecedor, cerca del desagüe. Y así todas las notas y en un crescendo de improvisaciones, como los tambores africanos o las ragas hindúes, inventamos un extraño lenguaje de las emociones. Sólo entonces llegó la policía. Llevaban las botas blindadas, como con herraduras de goma y recorrieron la escalera hasta el quinto en muy pocos segundos, sin darnos tiempo a reaccionar. Llamaron al timbre de Rebeca pero nadie les abrió. La imaginé sumergida en la bañera, indiferente a la invasión, con las algas de su cabello enredadas en los pechos. Golpearon la puerta con autoridad.

Policía, abra.

Bajo el agua, en nuestro improvisado lenguaje de compases, le dije que les abriera y que, si no lo hacía, sería peor. No sé si me entendió pero al rato, escuché, a través de la cañería su respuesta, ayúdame.

* * *

Y entonces salí del agua y me puse el albornoz azul, el de pelo grueso con manchas de gel y escuché arriba a los policías envalentonarse y decir que tenían una orden y que, si no abría, sería peor. Salí al descansillo y les llamé desde abajo. Los sonidos humanos (las palabras) me sonaron extrañas en los labios, como un idioma extranjero que hace tiempo que no se practica.

¿A quién buscan? –pregunté.

Silencio. Luego una sombra asomándose por el recodo de la escalera.

¿Quién es usted?

Si buscan a la profesora de piano salió esta mañana pronto.

¿Salió? –dijo el policía saliendo al arco de luz.

Después de desayunar. Ayer estuvimos cenando plancton en mi bañera. Esta mañana salió a hacer unos recados y me dijo que si alguien preguntaba por ella...

El policía llegó al rellano y me evaluó con recelo, como si fuera sospechoso de algo. De cerca, olía a tabaco y nuez moscada y no era tan corpulento como aparentaban sus sonidos. A veces engañan. El agua chorreaba sobre los peldaños, empapando el felpudo y mojando las botas del agente.

¿Dice que estuvo ayer con ella?

Yo asentí con la cabeza.

¿Toda la tarde? –por su insistencia supe que estaba ratificando algún tipo de coartada.

Qué extraño – dijo tocándose la coronilla.

Pero si puedo ayudarles en algo –me ofrecí.

Dígale que cuando vuelva nos llame. Que pregunte por el inspector. Su amante, un rico empresario, ha desaparecido y su mujer le ha demandado por abandono de hogar...

Lo dejaron... ella ya le ha olvidado. Me consta –dije con una sonrisa en los labios–. Ha rehecho su vida. Se lo puedo asegurar.

Ya veo –no me atreví a desacreditar sus sospechas.

Lo dicho, que nos llame –dijo marchándose–. ¡Ah! y perdone que le hayamos molestado en la ducha.

En la bañera.

¿Cómo?

Que estaba en la bañera.

Después se perdieron en el recodo de la escalera. Permanecí unos segundos de pie, recuperando el aplomo, escuchando la sirena del coche policial en la calle y la voz entrecortada del walkie, un trece treinta en el catorce de Gran Vía, cambio y luego más pasos y el muelle del portal al cerrarse. Y de repente, en el silencio, escuché la puerta del quinto abriéndose y los pasos de Rebeca, desnudos y felinos, bajando por la escalera.

Vi su sombra contoneándose en la oscuridad, la majestuosa curvatura de su espalda y los pechos, rígidos e idénticos, oscilando en cada escalón. Su pelo era una sombra ondulada que caía sobre sus hombros y el agua, resbalando desde sus muslos, caía por los peldaños y el ojo de la escalera. Y en la oscuridad del descansillo aprecié el reflejo de su retina y el estiramiento de sus labios formando una sonrisa. Cuando llegó hasta mí, me cogió la mano, cerró la puerta, fuimos al baño y, antes de entrar en el agua, me susurró triunfal.

Te pesqué.

Luego comprobamos la temperatura y apagamos la luz. Más o menos, 31 grados.

 

 

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