LA TRISTEZA DE ONÁN

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2004

 

MIGUEL SÁNCHEZ ROBLES

 

Miguel Sánchez Robles, Caravaca de la Cruz, 1957. Profesor de Historia y escritor. Cuenta con numerosos premios y publicaciones, entre las que destaca el libro de poesía Desecación de la Alegría, el relato Plomo en el corazón y la novela La tristeza del barro.

 

 

 

 

 

LA TRISTEZA DE ONÁN

 

Es enorme la tristeza que un hombre y una mujer pueden hacerse entre sí.

 

Juan Gelman

 

Voz primera

 

Hoy no tengo coñá. Hoy no tengo dinero. Me la suda la vida. Casi tó me la quema. Me la quema estarme aquí en la casa pensando en la culpa de toda aquella mierda de entonces, bostezando bajo la luz eléctrica, aburriéndome tanto bajo la luz eléctrica y esta angustia de paz que hay ahora en las cosas: en los platos de porcelana y en los obeliscos que te dejaste encima de algunos muebles, en los cuadros con barcos y palmeras que colgamos con mimo en todas las paredes de la casa, esta angustia en las cosas, en la misma despensa, en los espejos, en el loro de cuerpo verde que le compramos a la nena y le pusimos lulú y en el letrero que pone Dios te salve María, ¡Dios te salve María! Y me azaro si pienso tus ojos que eran ojos saharauis de mierda y mojo fotos en fanta de naranja, estas fotos nuestras en las que nos reímos bajo un sauce llorón de mierda en un parque de mierda de una ciudad de mierda de la que ya ni me acuerdo de su nombre, estas fotos de boda tan idiotas y blandas, casi artísticas, estas fotos que nos echó el Guillermo y nos costaron un ojo de la cara por aquel entonces, un ojo de la cara. También he estado mojando las postales de Francia y La Coruña, el papel del divorcio y el libro de familia que ya no nos sirve, y he mojado las fotos que me has ido mandando de la nena y he mojado mi título de manipulador de alimentos y los papeles del coche y del ocaso y todas las barajas que tengo por la casa porque el juego, el jilay, han tenido la culpa de todo. He metido en el fregadero las pocas cosas tuyas que se quedaron en los cajones de las mesillas de noche, del aparador, del armario de la sala estar, hasta el aparato ortopédico de los dientes de la nena lo he mojado y me da todo igual y me la suda. ¿Sabes? Quiero que sea de noche, que me dé sueño pronto. Casi tó me la quema y me acuerdo de ti haciendo planes con tu prima Luisa para ir a Roma a ver al Papa el verano que viene y la perola se me va atiborrando de macanas y me bullen y bullen los nervios que llevamos en el tuétano y estarme quieto en casa se parece a morirme. Desde que ya no estás sueño todas las noches que estoy metido en un bancal con jeringuillas de esas de los drogadictos y me da mucho apuro y me acuerdo de ti si me despierto, de cuando éramos jóvenes y bailábamos canciones de Roberta Flack y nos queríamos o no sé si nos queríamos, si aquello era querernos, pero estábamos vivos adentro de esa cosa que llaman ser felices y bebíamos refrescos y nos reíamos mucho por las tardes y nos poníamos a gusto y nos daba por jugar y embromarnos explicando con las manos el sabor del vinagre o comernos con gracia ciento ochenta y cinco pesetas de plátanos o escribir en los folios la palabra cheyennne o la palabra nabo, muchas veces seguidas la palabra nabo porque a ti te gustaba la palabra nabo y a mí me gustaba mucho la palabra cheyenne. Y por todas esas cosas y también por mi culpa de gustarme tanto el juego y chillaros a la nena y a ti, he cogido un bolígrafo y me he puesto a escribir y luego lo meteré todo en una carta de esas normales de pegar con saliva y le pongo tus señas y lo llevo a correos y te lo mando. Quiero decirte cosas, decirte que llevo ya nueve días sin fumar y no sé dónde poner las manos, qué hacer con las manos que me piden tabaco, coger un cigarro y apañarlo en los dedos y darle lumbre con muchísimas ganas y agonía y me he puesto a escribirte porque no tengo a nadie y no aguanto la tele y no quiero bajar hasta la calle por si fumo, por si me da la idea y me compro un ducados y lo empiezo y me engancho de nuevo en eso del tabaco y yo quiero vivir y yo quiero ser otro y no ser el de siempre el que fuma tantísimo y se harta de coñá y va siempre bebido y echa peste la boca y echa peste la ropa que te pones y te hinchas a fumar y toses por las noches y fumas tantísimo que no sientes placer y te da asco y a veces toses sangre y no sabes de qué y el médico te dice que tienes que ingresar para que te hagan pruebas la semana que viene en la Arrixaca y te da por pensar que es cáncer de pulmón y que ya no me quieres y te fuiste de aquí cuando te enteraste que me entendía con la peluquera de Aluche y te dio el juez la nena que vive con vosotros en casa de la yaya, y uno intenta vivir friendo cebolla por las noches, preparando una tortilla para cenar tortilla de cebolla que tú sabes que me gusta tanto la tortilla de cebolla y uno quiere ser otro y vestirse más limpio y afeitarse despacio los cercos de la boca, las patillas, la cara, lo que baja del pómulo hasta el cuello donde acaban los pelos cerca de la pelota de la nuez y después de afeitarse echarse el after shave que se echaba mi padre para ir oliendo a limpio por ahí y llamar a una puta los días diez de los meses y decirle: estate puntual a las once en mi casa y correrte si puedes en cuarenta minutos por lo menos dos veces por nueve mil pesetas y beberte después un cubalibre fresco con fanta de naranja y bacardí, porque tú sabes que yo no soy maricón y tengo que aliviarme de esa forma, porque tu también sabes que estoy solo y me aburro y cuando pliego en la granja de mi padre me vengo hasta la casa y ya no voy al bar a beber con la peña como antes, cuando a ti te cabreaba y me chillabas tanto y algún día te di una hostia para que no me chillaras tanto, nada más que para que no me chillaras tanto porque me daba vergüenza de la nena y de los Horcajo que siempre lo oyen todo, o yo no sé de lo que me daba vergüenza o por qué te pegaba y me siento en la mesa con los puños en las sienes y escupo en el lavabo y me orino también en el lavabo y abro luego el grifo y me paso un rato viendo correr el agua en el lavabo y me miro en el espejo y digo aquí estoy: Cosme López para servirle a Dios y a usted y abro las cartas que llegan del Cajamurcia y me llama el Felipe y me cuenta del Racing y yo qué sé del Racing si no me gusta el fútbol ni la tele y hasta el caballo me vomitó anoche la avena que se había comido y me hago lo que sea despacio en la cocina y un día de estos voy a subir a Santa Elena a pedir una cruz de penitente para las procesiones de la semana santa del año que viene y se me pegan los labios a las encías y después de este último domingo de pascua escupí sangre, por primera vez sangre, y me acuesto y no duermo y si pego los ojos sueño con un bancal lleno de jeringuillas de esas de los drogadictos o sueño que los perros me lamen los pulmones y me despierto sudando y doy la luz y la dejo encendida porque me da reparo de dormirme de nuevo y tener miedo y me pongo a acordarme de cuando tú me decías que ya no me querías y te agarraba muy fuerte y te hincaba los dedos en el brazo porque yo venía encendío del juego o harto de estarle vendiendo a las mujeres a veinte duros el kilo de carcasa de pavo para la sopa, ¡pavo para la sopa! y no me gustaba que me dijeras eso y me acuerdo también de cuando te hiciste el raspao de matriz y te llevé unas flores a la clínica y también me acuerdo mezclado con lo tuyo de mi madre que se murió del vientre cuando yo tenía doce años. Te escribo para decirte también que llevo El Quijote a medias y me lavo los ojos con manzanilla recién hecha todas las mañanas y la semana que entra vienen las Navidades y no sé cómo voy a poder pasarlas sin fumar y bebiendo poquito como me ha dicho el médico y a lo mejor las pase, si dicen de ingresarme, en una cama más de la Arrixaca y no sé qué voy hacer entonces, ni en qué voy a pensar y si vas a venir a verme con la nena o no vas a venir a verme con la nena. Te escribo por eso y porque no veo la tele y afuera está lloviendo y no quiero bajar a por tabaco, porque quiero quitarme para siempre, porque quiero vivir y seguir con lo de la granja, comprándole los chotos al Eugenio y los chinos en Lorca y el cordero al Atocha y los pollos y el pavo bajarlos de Archivel en el erre nueve que nos compramos con los veinte mil duros del subsidio y juntar unas perras en el banco y también porque vuelvas, porque estoy esperando y me creo que un día has de volver y te digo, por la presente te digo que por mí no hay problema que te vengas si quieres y estaremos a gusto y yo voy a cambiar y a sacarte de nuevo los domingos como antes, como antes cuando éramos jóvenes y vine de la mili y nos conocimos en la discoteca Saporo Tres de Cieza y nos magreábamos en los oscuro como se magreaban en lo oscuro las parejas de entonces, en lo oscuro, y después nos paseábamos por la calle Mayor y me cogías del brazo y nos íbamos al bar del Muelas y nos pedíamos una maza de cerveza con dos vasos y unas patatas fritas con boquerones por arriba y tú te reías tanto y eras otra distinta a la de ahora y sólo te importaba la cosa de la ropa de los cuartos de baño, una casa en la playa y limpiar bien los muebles con océdar; y queríamos casarnos y tener por lo menos seis zagales y que yo me quedara con los animales de mi padre que ha muerto hace ya dos semanas y que montáramos una carnicería. Me acuerdo de cuando te compré una diadema una vez pa tu santo y ahora pienso en la culpa de toda aquella mierda de beber por las noches y jugar por las noches y no sé qué me pasa que no puedo olvidarme de venir a deshoras y hacer el gilipollas y ahora quiero cambiar y a lo mejor es tarde y tú no vuelves nunca porque ya no me quieres y yo te lo notaba en la forma de hablarme, de mirarme, de dormir en el cuarto de la nena y no hacerme la cama grande de matrimonio en seis o siete días y notársete mucho la tristeza en la cara y aburrirte muchísimo y no guisarme cena y tener entonces que abrirme alguna lata o partirme embutido, tener que comer solo en un plato frío que tú me dejabas encima de la mesa de formica de la sala de estar y apenas nos hablábamos en los últimos meses que estuviste conmigo y yo fumaba más y se me hacía más tarde por las noches y no quería volver por no verte la cara de malahostia que pones, porque no me chillaras delante de la nena y me daban las dos de la mañana y llegaba borracho de haber bebido vino y después aguardiente con el Luis y el Esteban en los bares de la Plaza Nueva y mi vida era así, yo no me daba cuenta de estar haciendo daño ni haciéndomelo a mí, yo vivía casquivano, pero no me gustaba hacer algo distinto y me aburría la tele y estar quieto en la casa sin que tú me miraras ni me hicieras la cena ni tuviéramos nada que decirnos los dos quietos y mansos y mirando la tele, los programas de mierda de la televisión y me daba cansera estar así en la casa y que tú no me hablaras ni durmiéramos juntos y tuvieras envidia de la Lola y la Reme, de sus coches carisma ge te i con motor de inyección directa y su casa en la playa y sus maridos con traje trabajando en empresas teniendo vacaciones y saliendo a pasearse los domingos, de la Lola y la Reme con maridos de esos que en vez de decir coño dicen chocho para ser más finos y no aguantaba más y yo me iba a los bares y jugaba a las cartas apostando las perras y me daba lo mismo ocho que ochenta y tú allí con la nena encerrada en la casa y peinándote el pelo muy despacio o mirando la tele como tonta y yo te daba dinero cada lunes y tú ibas al mercado y comprabas alfombras y figuras y cosas que luego colocabas en las estanterías, también comprabas ropa, te gustaba la ropa y vestir a la nena con vestidos azules y chaquetas de lino y zapatos brillantes y te ibas con tu madre muchas tardes y me pedías más perras, el dinero maldito y necesario, y yo no te las daba porque ya no tenía, porque perdía a las cartas y la granja no daba y tú me pedías más y nos peleábamos y volvías a chillarme y te daba alguna hostia y tú llorabas y te ibas con tu madre y te estabas dos días y luego te venías otra vez tú y la nena y yo te volvía a dar perras los lunes y vivíamos así sin entendernos, cada uno en lo suyo sin saber qué decirnos, yo fumando a raudales y tú teniendo envidia de la gente normal que se casa y progresa y se compra mercedes y se van a la playa y ven mucho la tele y salen los domingos y a lo mejor se quieren y se besan la frente y se tocan la cara por las noches y se compran un reloj de oro para fliparse con el reloj de oro y no sé qué pensar y si quieres volver que sepas que te espero que ya no voy a fumar, aunque amo el tabaco y lo noto en las manos y me aburro muchísimo y quiero beber menos y he dejado las juntas y las cartas y me ducho a menudo y si quieres volver que sepas que aquí estoy, que te estoy esperando y a lo mejor me ingresan porque escupo con sangre y me duelen los bronquios y me canso del pecho y me aburro, me aburro, me dan ganas muy grandes de volver a fumar y a emborracharme, aunque yo me sujeto y hago cosas nerviosas de mojar en la fanta las fotos, los papeles, lo primero que pillo o coger las revistas del Semana y del Hola que te dejaste aquí debajo de la mesa de la tele y con unas tijeras ir cortando los rostros y los cuerpos y las tetas y pegarlas con fixo en las paredes. Tú sabes que te espero y es verdad que no fumo y que casi no bebo y me acuerdo de cosas de cuando éramos novios almorzando en un kiosco del parque San Cristóbal, yendo a misa los sábados con nuestra ropa limpia y las ganas antiguas de vivir y magrearnos a la hora que fuera en cualquier parte y éramos ignorantes y jóvenes y nos creíamos que La Habana era un país donde no se hacía otra cosa más que fumar, porque tú sabes que nosotros no hemos entendido nunca de geografía y nos entreteníamos el uno frente al otro mojando un palo de canela en el agua y chuparlo después y no sé por qué yo me envisqué en esta mierda de beber y jugar al jilay por las noches y fumar dos paquetes de cigarros ducados y no sé a estas alturas lo que tuvo la culpa, si la culpa fue mía o de los dos, si después de casarnos y arreglarnos la casa de mi abuela, algo tuvo la culpa de que no congeniáramos y se fuera al carajo esa cosa de jóvenes y después por las noches no quisieras hacerlo y me dieras la coba que me dabas y yo te veía fría con tus ojos azules esquivando los míos y aburriéndote mucho trabajando en las cosas de la casa y antes de que me diera por beber por las noches tú ya casi no hablabas y eras otra distinta a los años de novios y tuvimos la nena y te dio depresiones a los dos días del parto y te ponía nerviosa el jaleo de la nena, de pequeña la nena, el tener que criarla y la briega que lleva lo de dar de mamar y lavarle la ropa y cambiarla de noche si se caga. Tú querías otra cosa, otra cosa, otra cosa mejor como sale en la tele, eso de irse a París y tener amistades y hablar con fantasía y salir por las noches con vestidos de noche y un abrigo de pieles y un reloj de oro para fliparte con el reloj de oro, tú querías otra cosa, no vivir con un manso que no tiene pasiones ni le gusta estar en el candelabro, ni le gusta la tele, ni la gente pomposa, ni la prosopopeya, ni la labia de mierda de las cosas sociales que tú envidias tantísimo y me cago en la leche si lo pienso despacio y no sé si la culpa es más tuya que mía y me azaro me azaro y me cago en la leche por haberte preñado y que te hubieras ido con la nena con lo que yo más quiero en esta puta vida que no comprendo ni amo ni me gusta cuando no estoy fumando ni bebiendo ni jugando a la brisca en el bar de la esquina y me cago en la leche porque toso del pecho y a lo mejor es malo lo que tengo y tú sí te has salido con la tuya y ahora estás tan a gusto y me cago en tus muertos porque tienes la culpa, ya no quiero que vengas puedes irte a la mierda, pude no haber nacido y sería mejor y ojalá tenga un cáncer y me muera este sábado y ahora rompo esta carta y me voy a acostarme y a soñar jeringuillas y un bancal, drogadictos de mierda y esos perros pachones que lamen mi pulmón, mi pulmón de la izquierda que echa sangre si toso y escupo en el lavabo para verla borrarse con el agua del grifo tubo abajo.

 

 

 

Voz segunda

 

Las mujeres en bata nos pasamos la vida diabéticas perdidas arrastrando los pies en los pisos estrechos, de un lado para otro, sacudiendo el escay con el expulsador, destapando azafrán, echándole persil a las coladas, manejando la plancha, ordenando horquillas, tendiendo con desgana sábanas húmedas en las terrazas... Reímos poco, nos hundimos en ello y dentro del cerebro nos va creciendo una especie de desesperanza terrenal prematura, impostergable. Lo he dicho siempre: perder es fácil. Pero para nosotras la derrota es una condición ine-ludible y triste contra la cual apenas podemos hacer nada desde el momento mismo en que decimos «Sí quiero». En nuestro devenir se acaba no habiendo ni porciones de aventura, ni tan siquiera atisbos de esperanza o sorpresa, hay, eso sí, una especie de golpe que dura mucho tiempo, despacio, como a cámara lenta, una especie de golpe como un árbol enorme que cayera anchamente a lo largo del mundo y de nuestros corazones. No sabría decir qué, pero hay algo a la par que va muriendo dentro. Y aquí estamos, perniabiertas en medio de la vida, aquí, junto al olor a pasto que emanan las despensas, ensimismadas delante de la pantalla encendida de los televisores, masticando palabras sin sabor, bebiendo vino blanco en tetrabrik, estofando ternera con maneras mecánicas, creciendo en la costumbre de asomar las cabezas por el tragaluz para llamarnos por nuestros nombres, sentirnos juntas y criticar lo que sea. Aquí estamos, echadas en el suelo en el verano, desnudas contra el suelo, solas, con los ojos abiertos para nadie, yacentes contra el fresco de los suelos como cadáveres de soldaditos muertos por la patria, mientras que los esposos se juegan el dinero, se emborrachan o pierden su tiempo echándole a las máquinas, mientras que nuestros hijos envejecen ociosos, sin trabajo, deprisa en los suburbios, aullando en los suburbios el lobo que por dentro les estalla harto de sexo y paz y drogas blandas. Sí, aquí estamos, perniabiertas en medio del cansancio, rodeadas de paredes empapeladas con reiteraciones  geométricas y colores chillones propios de los «sesenta», paredes atiborradas de rombos carmesíes y círculos concéntricos malva y amarillos, paredes decoradas por cuadros baratos hechos en ocasiones con almanaques de Espigas y Azucenas o con láminas pop o bodegones con un par de perdices y una escopeta escuetamente puestas encima de una mesa de madera tosca, oscura y agrietada. Aquí estamos, lavando bragas, realizando equilibrios con doce mil pesetas por semana para dar de comer y vestir a una hija que es un sol, a una hija que está triste desde que me separé de mi marido y me dan estas angustias y estos mareos tan grandes de la tensión, aquí, corriendo en los pasillos, repitiendo tareas que parecen no acabarse nunca o limpiando sin parar todo el edificio Austria, sacando la basura del edificio Austria, y otras veces quietas, quietísimas, perfectamente abotonadas hasta el último ojal, limpias, sentadas, sintiendo que es todo tan sencillo que lloramos por ello, sin ruido, serenamente lloramos diez minutos sin saber exactamente por qué. Aquí estamos, perdidas de la vida, tragando la saliva, hambrientas de morfina, estabuladas, reclinadas en la imposibilidad, propensas a los cánceres, sin sed, sin alegría, dejándonos vencer por la cansera, mirando siempre arder en la memoria lo que pudo haber sido y ya nunca será, lengüeteando cacao a escondidas, abotargadas por el efecto del sol en nuestros rostros untados a granel por los cosméticos, vaciadas de esperanza, lánguidas, sin fe, revolcándonos en el sucio saber de los adultos, palpándonos la parte más cansada, oyéndose ambulancias y palomas zurear en el alféizar, boquiabiertas, tiesas, hipnotizadas como una multitud de iguanas quietas, ocultas en los pisos pequeños de bloques de hormigón con más de doce alturas. Otras veces peinándonos parsimoniosamente, largamente lavándonos en silencio, escuchando a Machín, imitando violines, después de haber bebido, como un mimo con ganas de vivir, imitando violines descalzas todo el rato, subiéndole el volumen a la radio, atravesando el hall, entrando a las alcobas, poniéndonos sombreros y bebiendo más vino; removiendo tisanas con anís, poniéndoles flores a las estatuillas relucientes de la Virgen, encendiéndole velas, pintándonos las uñas... actuando y existiendo para nosotras mismas, calladamente, como si no hubiese azar, no existiese el destino y repitiésemos el argumento torpe e impaciente de una mala película en blanco y negro. Si, así vivimos, monógamas, hartas de pan y soledad, equivocadas, viejas, incrédulas, como viviendo para una ingratitud universal y vana, aproximadamente insoportable. Con ganas de nadar y apartar ramas con las manos, varadas en los sofás, con deseos de gritar algunas veces, cuando pensamos por ejemplo que una vez fuimos chulas y tuvimos dieciocho años, cuando pensamos que una vez estuvimos enamoradas de un hombre que luego resultó ser una bestia cerril que jugaba a las cartas sin hartura. Así vivimos, siendo tan sólo una triste presencia para el mundo, los hombres, las estadísticas y los diseñadores de anuncios publicitarios de productos de limpieza, esos anuncios que parecen suponer que somos subnormales; en los décimos pisos, desde los cuales tenemos la posibilidad de arrojarnos un día al vacío. Así, esperando que vuelvan las ganas de estar vivas, que el teléfono suene o sonriéndole a solas y a escondidas para que no me vea mi pobre hija, a un buen vaso de vodka con naranja. En definitiva presas, tristemente apresadas en el divorcio como un gorrión en una caja de zapatos. El amor está lejos, quedó atrás, más allá de muchos, muchos días. Casi no lo recuerdo. Quedó atrás, enquistado en el final de las tardes color sepia, coagulado en las sonrisas fijas de las fotografías, perdido en el perfume de los pañuelos, en las postales ya deterioradas, hundido para siempre en la zona occipital derecha del cerebro, sepultado en las ropas, diluido sin perdón bajo la llaga viva de la edad, bajo la llaga viva del desamor y las palizas. No queda nada, de cuando fuimos jóvenes sólo queda un cariño teatral de sílabas bonitas y un poco de ternura. El presente es a veces la imagen de un tumor dentro de un vaso. Masticamos, reímos, nos fotografiamos, vamos a misa, saludamos educadamente, compramos lotería y un buen día, de sopetón, de cuajo, descubrimos con asco que es tarde para todo, y nos vemos perdidas, desorientadas, arrodilladas como reses arrodilladas, perdiendo suavemente la memoria y la vida, adictas al desdén y las pastillas barrocamente blancas dándonos su piedad química y muda con un sueño profundo, artificial, adictas también a las conversaciones muertas, a los cálculos renales, a la hipertensión arterial, a los electrodomésticos, a las revistas del corazón, a la diabetes crónica. Henos entonces abiertas en canal echando peste. Y no hay nada más triste que esa paz derrotada, embarrizada en nosotras, vomitada en las cosas y en el ruido perpetuo que emiten los relojes y en las horas enormes fumando sin hablar, sin otra voluntad que una antigua ambición de sólo respirar. Y así vamos cayendo, heridas por el tiempo, vencidas por la vida, sin suerte ni alegría vamos cayendo, una tras otra como seres de palo derribados por piedras. Luisa ha muerto de cáncer en el útero. Cierro los ojos y aún puedo recordarla mirándonos a todos sin sosiego, tratando de entender por qué estaba muriendo, hacia dónde moría, qué cosa es ésta que a todos nos confunde, por qué no viene Dios y nos hace felices de una vez para siempre. A la pobre Irene también le pega su marido, no tiene valor para irse de casa o hacer algo y sus hijos le roban el dinero y le han vendido ya todo lo que tenía un poco de valor. ¡Pobre Irene! con dos hijos adictos y un marido borracho, sentada en el balcón haciendo molde, reprimiendo sus ganas de aullar contra la vida. Amalia no está a gusto, vive sola y su hija sólo viene en verano siete días, la llama «mamaíta» y le compra un buen pez de porcelana. Pura existe cabreada, ninguno de sus nietos lleva el nombre de ella o su difunto esposo, se llaman Cintia, Yonatan, Belinda... y no se acuerdan nunca de venir una tarde y darle una alegría, de venir una tarde a besar a su abuela y pedirle un gran trozo de pan y chocolate. Mi vecina Teresa tiene Alzheimer; no nos conoce ya, algún sábado vamos a verla morir muy despacito en una clínica azul de las afueras. Cecilia, Pepa y yo sobrevivimos como podemos. Nos hacemos visitas, comentamos anécdotas de las cosas del barrio, asistimos a entierros, velamos a los muertos, limpiamos los hogares, especulamos bodas, recordamos ayeres... Una vez viajamos muy barato a Palma de Mallorca, casi fuimos felices lejos de todo bailando cha cha chá y haciendo compras. Me llamo Úrsula Sánchez. Tengo treinta y seis años, estoy separada, soy diabética, padezco tensión alta, peso sesenta y cinco kilos y hoy estuve triste. He cogido un bolígrafo y estoy aquí escribiendo, intentando contar lo que la vida ha hecho de mí, reflexionando, desahogándome un poco, hablando de mí misma y de todas nosotras en un hermoso atardecer color ámbar del mes de septiembre, con llovizna cayendo intermitentemente, ahora sí, ahora no, cayendo píamente, melancólicamente en los cristales. Bogo con cierta suavidad en las palabras. Fumo. Quemo a veces mis dedos con restos de cigarro. Estoy aquí despierta, muevo los párpados, llueve y hay tristeza. Todo está ya vivido para mí, subrayado, como leído y muerto, tirado ahí en medio del Planeta. Ciertas mañanas salgo a la calle e intuyo anemia, y todo lo que veo es una enfermedad inconsolable, salgo a la calle y nada brilla ahí, en medio de los hombres y los labios. Muchas noches sueño intensamente y me sueño a mí misma, muerta a caballo, pálida y muerta encima de un caballo, vibrándome las vísceras y los ojos salírseme alocados y yertos como dos piedras. Otras veces siento el frío conocimiento despiadado que se tiene del mundo y de la vida cuando ya no se desean ni se aman. Siento también írseme todo, ahogada por la pena, perderse la alegría y con ella el sentido mismo de estar aquí, en esta especie de letargo ebrio, apretando los dientes, sorbiendo lágrimas y escuchando el tictac de los ojos del cielo. Los días pasan. Respiro. Existo. Fumo. Cuido a mi hija. Limpio en el Austria. Permanezco. Es todo. La vida es así. No hay otra. Es mentira todo aquello que un día soñábamos lograr. No existe ni es posible es magma feliz que de muy jóvenes anhelamos vivir el día de mañana, ese bagaje de aspiraciones y sueños inconcretos, abstractos, metafísicos, que flota en nuestra juventud de muchachas alegres y optimistas, y nos hace volar, sentirnos jóvenes y libres, ese bagaje que intenta tomar cuerpo en nuestros sueños, ese magma abigarrado de conceptos como la libertad, la dicha, la responsabilidad, la familia, la fama, el paraíso... esa mescolanza vital que los predicadores forman con las palabras Dios y Reino de los Cielos. Mañana es hoy y hoy es tan sólo una vacua palabra de tres letras. Somos nosotras mismas. No somos más que nosotras mismas. Las posibilidades han muerto y la conversación es ya una especie de cosa moribunda. Toda mi vida he estado esperando que sucediera algo. No ha sucedido nada, o dicho de otra forma: lo que ha sucedido no me ha hecho feliz, y ahora sé que estoy yendo, pero no sé hacia dónde. Después de tanto hastío nunca hubo nada. Lo demás es penumbra. Tan sólo existo yo. Hemos vivido equivocadas. Todas nosotras, hijas de un tiempo de extensas homilías y futuros cargados de mágicas promesas, chorreando cristianismo y fingiendo castamente orgasmos moderados, no hemos tenido suerte, hemos sido vencidas por la sórdida realidad, igual que respiramos hemos ido perdiendo, derrochando las sílabas y el tiempo. Ya no nos queda más aventura que nuestra soledad de amas de casa vivas y engordando. Las páginas del álbum están llenas de manchas. No es el amor quien enhebra nuestras vidas. Nadie asoma y nos besa o nos abraza fuerte. No hay oro. No hay espuma. No hay más enigma que la dicha emboscarse en los espejos. No nos ciegan los hechos ni el paisaje. No hay más liturgia que estar bebiendo aquí, al amparo del Tiempo, hojeando los periódicos y percibiendo en ellos un rastro de alimaña, palabras siempre iguales y rastros de alimañas. Anochece en las islas y en los puertos y el futuro adviene funerario, sonriéndonos ocre y cocainómano. No existe el alimento dulce de la paz y las horas y el hogar. No hay un cuerpo feliz fluyendo en nuestras manos. El sol brilla cansino y no tenemos alas. No existen los espías ni es posible la Alquimia. Nadie toca mi mano con dulzura, ni tampoco unos labios que me besen sin ruido, ni azul bajo los párpados, ni nos hablan los muertos, ni hay burbujas radiantes, ni vivimos alegres, ni somos inocentes, ni hay bondad en las calles, ni el tiempo nos hechiza, ni los hijos preguntan cuando tenemos fiebre, ni sopla la armonía, y tiernamente nadie nos fascina y las flores son falsas, son de plástico, y no hay éxtasis ni nada parecido, a no ser, eso sí, anfetaminas, hermosos barbitúricos y valium, baratos, accesibles, al alcance de todos, expuestos pulcramente en las lejas asépticas de todas las farmacias. Hermosos barbitúricos que yo tomo a puñados con el vodka. Quiero a mi hija, pero quiero calmar ese lobo que escuece en mi cabeza.

 

 

 

Voz tercera

 

No quiero tener sangre. No quiero comer nada. Me dan asco las enfermeras cuando se ríen y les tiemblan mucho sus tetas grandes. Esta mañana me ha dicho ese psicólogo rubio que huele siempre a tiza y a malboro que todo esto es por culpa de la televisión y de la moda, pero yo sé perfectamente que la culpa es de los hijoputas genes que tengo, sí, los hijoputas genes que tengo y que una noche de noviembre del ochenta y dos me legaría seguramente mi padre después de haber gozado y sudado lo suyo encima del cuerpo delicado de mamá y haberse corrido dentro con esa manera cínica y cerril con la que suele hacerlo todo, haber vaciado a gusto su vejiga seminal en las delicadas trompas de falopio de mi madre diabética y sumisa, de mi madre que le aguantó tanto hasta el día en que la abandonó definitivamente por una peluquera ninfómana de Aluche, mucho mayor que él. Estoy convencida de que todo esto me viene de mi padre, de cuando se ponía como loco y le daba patadas a las puertas y gritaba: ¡No hay futuro hostia!, ¡Viva la tabacalera!, ¡A la mierda el trabajo!, ¡A la mierda con todo!, ¡A la mierda Dios!; de cuando se ponía a contar asquerosamente los billetes sucios que traía del jilay y los metía dentro de la jarra beig de la despensa para que estuvieran allí, esperándole hasta la próxima partida, porque a mamá casi no le daba nada de dinero, o de cuando no traía aquellos repugnantes billetes y llegaba azarado e irritado y la tomaba con mamá y le gritaba muchísimo o la golpeaba mientras yo lo veía todo y me orinaba quieta, muy quieta, sentada en el suelo sin atreverme a llorar, y yo sentía la orina desplazarse por el suelo con pseudópodos tiernos hasta ir invadiendo poco a poco los juguetes, poco a poco los vestiditos lisos de mi barbie dos mundos, poco a poco los lápices alpino de colores que me dejaban todos los años los reyes magos en casa de la yaya Juana, poco a poco los blocs de dibujo que siempre había en el suelo de la sala de estar, porque mamá deseaba que yo fuera pintora y me hacía ir los sábados al taller de acuarela del cojo Vox Populi, un inválido calvo que vivía en nuestro barrio y eructaba sin ruido con peste a arroz con leche, y me hacía pintar, siempre pintar, echada sobre el suelo levantando los ojos para ver intermitentemente aquellos dibujos animados checoslovacos con muñecos de plastilina que salían en la 2 y tanto me gustaban. Ahora también me orino, los médicos lo llaman pequeñas pérdidas de orina, han escrito en un papel azulado, que han dejado encima de la mesa esta mañana, esa expresión bonita: «pequeñas pérdidas de orina», esa expresión que me gusta tanto como la palabra pseudópodo, una palabra que aprendí para siempre cuando estudié en segundo de bup las amebas y los protozoos, esos seres unicelulares que se mueven tan lentamente suaves en el caldo lechoso que se coloca debajo del microscopio. Ahora también me orino, pero no es como antes, como cuando estaba papá y yo era desgraciada y no dormía bien y soñaba con sangre que se extrae de serpientes y con besos que se disolvían en veneno y con escupir trozos de muchacho muerto. Estoy quieta o durmiendo y entonces pierdo orina sin poder evitarlo. Me tomo esas pastillas azules que me dan a las nueve y me duermo con un sabor de plátano podrido invadiéndome el cielo del paladar y me pongo a soñar que mamá me trae olivas porque quiere que coma y viene hacia a mí por un camino con niebla a ras del suelo, vestida de reina doña Sofía, es la reina doña Sofía, pero es mamá también, no sé explicarlo, son las dos pero es una, es mamá que me quiere y no está muerta y llega hasta muy cerca de donde yo estoy y me enseña unas olivas negras y brillantes en el cuenco que forman sus dos manos, es mamá que viene hasta mí como si viniera del lugar sin lugar del infinito, de ese sitio al que se refiere un verso que una vez leí no me acuerdo dónde y decía eso: el lugar sin lugar del infinito, y yo no he olvidado ese lugar, al contrario pienso mucho en él y por eso sé que de allí viene mamá, no me dice nada, pero yo lo sé, lo lleva en su sonrisa cuando intenta besarme y me despierto húmeda como si me saliesen unos decímetros de sangre y empapasen mis ingles y mis muslos y me cuesta trabajo durante unos segundos saber en dónde estoy o quién soy o qué tengo, y luego todo se articula solo en mi cabeza como esa caja cúbica de la película Hellraiser y me encuentro de nuevo ante esa tristeza de haberme orinado y estar sola, rotundamente sola, en esta habitación sin vistas a la calle. Me pasa que me canso. Me da pena el psicólogo porque es bueno conmigo, pero yo no le hablo. Me da pena la tele, lo que sale en la tele, esa gente tan fea que mastica de todo, tan ruidosa, tan gorda, tan respirando tanto el aire artificial de los sitios cerrados. Me dan pena las enfermeras porque cuando se ríen les tiemblan mucho las tetas, se inclinan para arreglarme la cama o tomarme la tensión o quitarme el termómetro y entonces me cuentan cosas graciosas para que yo me ría con ellas y veo cómo les tiemblan mucho las tetas y me viene la angustia, me viene un sabor agrio como a principios de vómito que yo intento ocultar y resistir. Me da pena la otra chica de al lado cuando vamos a rayos y me habla con palabras de persona mayor que no le gusta el mundo y me dice: Somos felices niños programados confirmando que todo funciona o me dice: Los monstruos que creamos nos reciben a bordo. Me da pena también este tono tan pálido que tienen las paredes. Me da pena el espejo que me escupe deforme, el espejo desde el que me mira con ojos de triste puta china esa que ya no es yo y que detesto. Es como si viviera con arena en la boca o dormida en la lluvia o como si fuera una anciana con los dientes rotos. Y todo está en la culpa de los genes que tengo, los hijoputas genes que me legó papá con sus brazos de pelo, sus horribles brazos de pelo nauseabundo con aquella horrible pulsera maricona que le gustaba ponerse y aquellos horribles músculos braquiorradiales y flexores que enseñaba en verano como un turco bastardo y sin conciencia. El psicólogo piensa que soy tonta. Quiere que crea esas cosas ingenuas que me dice. Quiere que coma y escribe instrucciones para las enfermeras de las tetas grandes. Ha ordenado que me quiten las gomas del pelo para que no pueda controlar mi gordura midiéndome el grosor de las muñecas y de los muslos con ellas. Ha ordenado que no me enciendan el televisor hasta que no coma el yogur de limón que tengo desde ayer encima de la mesa de formica. No me van a dejar salir de aquí y reunirme con los demás niños de la unidad de anorexia hasta que no coma dos yogures al día. Yo los oigo jugar al fondo del pasillo. Llega hasta aquí el eco de sus risas tristes. Cierro los ojos y los veo luchando por ser un poco más felices en una habitación que yo imagino blanca y ortopédica, tan blanca como ese trozo de gasa que le ponen a los operados de cáncer de garganta en el hueco de la pelota de la nuez, como el que lleva tío Anselmo, el hermano mayor de mamá, y tan ortopédica como esos hierros brillantes y complejos que ponen alrededor de las piernas tan blandas de los que han tenido la polio, como José Rubén, el primo de la Jennifer. Como no quiero comer me ponen a menudo la sonda y me dan primperan, mucho primperan para la angustia. Entonces pienso cosas. Me siento satisfecha de no haber vuelto a comer un día más y me acaricio con la lengua fuertemente el aparato dental que circunda mis dientes, circunda: otra palabra que me gusta, otra palabra de cuando yo era una magnifica estudiante con muy buena dicción que bebía té y leía mucho a Bécquer. Sí, cuando estoy contenta me chupo con la lengua el aparato de cuatrocientas mil pesetas que me pagó la yaya tres meses antes de haber muerto mamá. Lo chupo con placer y escupo el resultado en los rincones. Cuando estoy contenta a veces cierro mis ojos y bailo de manera soñolienta y me gustaría que me viese mamá bailar así: descalza, con esta enorme bata blanca que me llega hasta los tobillos, estirando los brazos como si volase sobre el mundo, sobre las ciudades amsterdam, sobre las ciudades madrid, sobre las ciudades bilbao, sobre las ciudades barcelona, como si volase sobre las calles desiertas, tan desiertas como después de la extinción de la especie, como si volase sobre los países, sobre la gente encerrada en los paí-ses y viendo la televisión de esos países, como si volase sobre los edificios con gente dormida que por la mañana tiene que madrugar para ir a doblar cuellos de pollo a la envasadora de mercamadrid como la tía Julia, la pobre tía Julia con sus manos heridas por la artrosis de desunir merluza congelada, de ordenar en los palés productos lácteos, de doblarles el cuello en un día a mil doscientos treinta y cinco pollos descuartizados para que quepan en el envase blanco de poliuretano con el que los venden en los híper. Pero en su conjunto no me gusta vivir. Quiero irme de aquí. Sé muy bien que lo quiero. Lo tengo escrito en una carta a Dios que he guardado en el fondo del cajón de los calcetines y las bragas en casa de la yaya. Primero la puse dentro del libro de economía financiera, y pensando que sería posible que allí no la encontrase nadie nunca, opté por cambiarla, luego la coloqué en los pliegues de la colcha rosa que hay en la cómoda del dormitorio de la yaya, pero también pensé que sería posible que no la viese nunca nadie allí, y yo quiero que la lean, que la abuela y tía Julia puedan un día leerla y saber qué me ha pasado, por qué hablaba tan poco y estudiaba tantísimo, y no tenía amigas y no reía nunca y dejé de comer definitivamente una semana antes de las Pascuas de este cacareado año dos mil, que sepan que yo tengo en mi alma una vacilación de no ser nada, de sentirme como una vieja cuchara suiza de tamaño intermedio que alguien ha olvidado en el césped de un camping, de sentirme como esas cenizas grises que se traga la noche, de vivir indiferente y extraña a toda la tristeza que me rodea, la tristeza del tío Anselmo, la tristeza de la tía Julia, la tristeza de la abuela Juana cuando la veo sentada llevándose una mano a la cara y mirando al infinito como queriendo llorar por todo cuanto ha pasado alrededor de ella y de nosotros, la tristeza de lo que echan por las mañanas y después de comer por la televisión, la tristeza también de la televisión por cable de los barrios y de los pueblos pequeños buscando en los programas una poquita introspección de la vida corriente y sin grandeza de esos pequeños mundos intramunicipales, la tristeza del bruto de papá al que hace tres años que no veo, la tristeza del tedio que me daba los viernes, la tristeza de mis compañeros de clase entusiasmados por las pizzas y el fútbol y el ron cola, la tristeza del marroquí del parquing que veía todos los días al volver de clase en el solar vacío que hay enfrente de casa, la tristeza que me dan las canciones de Malú, y sobre todo su voz, esa voz desgarrada que desgrana nostalgia, una nostalgia que no sé de dónde viene, y sobre todas las tristezas del mundo, la tristeza de haber muerto mamá, de cuando yo volví de la facultad de económicas y abrí con mi llave la puerta de nuestro piso octavo y mamá estaba allí, en decúbito prono en la cocina, con un rictus de angustia en su rostro diabético, con la boca torcida y desnivelada como una consecuencia visible de los efectos externos del derrame cerebral que le había dado según oí comentar a alguien en el velatorio: Tenía la pobre todo el rostro torcido por los efectos externos del derrame cerebral que le ha dado de tanto tomar vodka con pastillas. Mamá muerta sin haber podido ver cómo me licenciaba en ciencias económicas en la rama de administración de empresas, como ella quería. Mamá muerta aquella mañana vestida con su ropa ordinaria de ir al trabajo, al trabajo que le gobernó tío Anselmo, portero del edificio austria, y que consistía en limpiar los aseos de la caja de ahorros del edificio austria y después fregar los ascensores del edificio austria, y luego dar una pasada con la fregona por todos los pasillos del edificio austria, y también limpiar los cuatro recipientes gigantes de sacar la basura del edificio austria, aquel trabajo del que tío Anselmo se sentía satisfecho de haberle gobernao y lo decía así mismo: gobernao. Mamá muerta con treinta y nueve años en decúbito prono como ponía el informe del juzgado. Muerta para siempre, sin que yo la pudiera curar de aquello como a veces se cura o se puede curar una enfermedad con besos. Mamá tirada allí como un payaso disfrazado de mujer. Mamá de signo piscis. Mamá alegre en las fotos que tenemos de un viaje a Benidorm. Mamá cuando firmaba y ponía Úrsula Sánchez con unas letras grandes y puntiagudas. Mamá peinándose. Mamá cuando iba al cine y llevaba en el brazo su rebeca granate de entretiempo. Mamá partiendo muy graciosa trocitos pequeños de cebolla y llorando y riendo al mismo tiempo. Mamá con pelo largo. Mamá con pelo corto. Mamá muy maquillada en Nochevieja... No sé bien de qué hablo cuando hablo de mamá. Yo no sabía que mamá tomaba vodka con pastillas. Sólo sé que ella ha muerto y yo soy débil, débil como una leona joven que vi una vez en un documental de televisión y se llamaba Pinga y era incapaz de salir de un cercado de alambre y de alimentarse por sí misma. Mamá ha muerto y siento vértigo ante la vida y sueño con sucios espejos de secretas mentiras y con un demonio aullador de ojos rojos que me echa de aquí y con herir con cuchillos en el costado de una perra triste. Yo quiero ir con mamá al lugar sin lugar del infinito, por eso le he escrito una carta a Dios, porque quiero irme de aquí, quiero ir con mamá al lugar sin lugar sin lugar del infinito, a ese lugar que yo imagino dulce y lleno de algodón, ese lugar donde todo debe ser muy lento y los seres se besan en los párpados con besos que duran cuartos de hora. Ese lugar donde no hay los espejos, donde no hay que comer y la gente es delgada y todos visten como yo visto ahora con esta especie de hábito blanco que me llega al tobillo y también van descalzos y pisan bayas tiernas que renuevan los ángeles y hay tapias azules como en esos pequeños pueblecitos de la isla de Creta que vi una vez en una enciclopedia del instituto, tapias azules por las que corren vivarachas muchas lagartijas y salamanquesas españolas. Ese hermoso lugar donde todo se olvide y se borre lo triste de mi vida, y se borre papá y la yaya llorando y el cáncer de tío Anselmo y las manos artríticas de tía Julia y el decúbito prono y el rictus de mamá y mis compas de clase y se borre la eccema y se borren los granos de mi cara y esa cosa en los nervios, esa cosa en los genes, que tenemos las tristes, las rotas, las suicidas. Y ahora cierro mis ojos, me dispongo a soñar quieta y vacía, a soñar que me voy, que me estoy yendo, que todo ha terminado más acá de mi vida, a soñar con lebreles que se hunden en nubes y luchar contra cosas que apenas puedo ver y con un río de sangre que me cae por mis piernas mientras mamá me mira desde allí, desde ese lugar sin lugar del infinito, preguntándome sin palabras, con sus ojos abiertos, muy abiertos: ¿Qué te pasa Belén? y yo le respondo: «Todo va bien mamá tan sólo estoy sangrando».

 

 

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