EL VUELO
DE LAS OCAS SALVAJES

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2003

 

 

JOSÉ ALEMANY

 

Nací en Sueca, a principios del último semestre de la década de los cincuenta (aunque para consignar este dato me remito a la buena fe de los testigos), ciudad en la que residí hasta 1989 y donde hice bien poca cosa, la verdad, en el transcurso de todos esos años. Bueno sí, viví mi infancia bajo la férula de la estulticia franquista, mi adolescencia, que no es moco de pavo, durante el período de la transición y me licencié en Filología Hispánica muy cerca de allí, en la Universidad de Valencia. Luego desembarqué en Normandía y aquí sigo. Asenté mis   reales cerca de Evreux, en uno de cuyos institutos, Aristide Briand se llama, trabajo como profesor de español. Por cierto, en dicho establecimiento tuve el honor de conocer a Jacques Morel, matemático e interesado en la inteligencia artificial, protagonista de este relato en estilo indirecto libre, todavía con algunos lapsus cálami (pocos) de omnisciencia editorial que prometo no se repetirán nunca más. Mi concepción de la narrativa: no escribir nada que no haya deformado antes mi conciencia.

 

EL VUELO DE LAS OCAS SALVAJES

 

Un resplandor lechoso y brillante se filtraba a través de unos cuantos resquicios de los postigos y formaba, ante los ojos miopes de Jacques, algo parecido a un globo de gas flotando en la oscuridad de la habitación e iluminado por una estrella oculta. Entre las deshilachadas frases del último sueño y la primera toma de conciencia de la realidad, oyó el característico crujido metálico, muy leve, del termostato que pone en marcha el mecanismo de evacuación incorporado al acumulador de calor. Estará haciendo frío afuera, se dijo, porque, dada la potencia del aparato, raras veces necesita recurrir a la expulsión para mantener la temperatura que se le ha encomendado. Este hecho le hizo pensar en lo que muchos consideran como la broma de Chalmers y entre los cuales, falto de pruebas, debe incluirse a sí mismo; cuentan que el mencionado científico llegó a afirmar que cualquier objeto que procese información debe forzosamente experimentar algún tipo de consciencia. Donde se procese una información simple, tiene lugar una experiencia simple y viceversa. Quizás, añade Chalmers, un termostato, la más simple de las estructuras que procesan información, puede poseer algún tipo rematadamente rudimentario de consciencia.

En todo caso, aquel repentino despertar del termostato a la vida sensible desencadenó un ligero zumbido de ventilador que no era grato a su finísimo oído. Echó pues a un lado las cobijas, se incorporó y con un movimiento certero, aunque reflejo, enfundó sus pies en las mullidas zapatillas. Se levantó, descorrió las cortinas, abrió ventana y contraventana para darse de bruces con un día desapacible y frío. Frente a él, los mirlos y las tórtolas, que unos momentos antes debían haber estado escarbando bajo las hojas resecas y heladas de este más que mediado invierno, en busca de algo que pudiera servir como alimento, batían ahora despavoridamente las alas en una huída que no por espectacular y estrepitosa dejaba de ser protocolaria, pues minutos después volverían a picotear incluso en la hierba de su jardín, esperando a recibir en un cuenco su cotidiana ración de grano y tres o cuatro rebujos de pan. Sobre las descarnadas ramas de los robles del bosque frontero se coagulaba un cielo casi blanco.

Cerró de nuevo la ventana y acometió la tarea de abrir todos los postigos de la casa, a fin de permitir la entrada de la mayor cantidad de luz posible, que no sería mucha. Cuando pasó junto al termostato del acumulador, considerando por primera vez su fulgurante ascensión en la escala ontológica, tentado estuvo de darle los buenos días.

Entrando en la sala de plancha, echó mano del batín y mientras embocaba las mangas se coló en el despacho para darle potencia al radiador de aceite. Todavía levantándose el cuello, bajó cual si tocara un instrumento, pues la escalera crujía a cada peldaño, al salón; descorrió los cortinones dobles de los ventanales que daban a la solana, abrió los postigos de la planta baja, tomó el cesto de la leña y salió al jardín. Entonces se le cruzó por delante del ceño el primer copo de nieve.

Al encender la chimenea tuvo la debilidad de confesarse que lo único que haría con gusto aquella mañana y todas las mañanas del mundo, puesto que la cuestión era ardua, capaz de dar candela para rato, sería sumergirse sin remordimientos en el «apremiante problema», que constituía su obsesión. Obsesión y remordimientos forman una mala pareja.

Lo que Jacques Morel llamaba el «apremiante problema» era su intento, también el de otros, de explicar la capacidad creativa de la mente y la posible aplicación de las conclusiones obtenidas al tema de la inteligencia artificial.

Se sentaría en paz junto a la ventana, bien provisto de libros y de un paquete de folios, y no levantaría la cabeza sino de tarde en tarde, para razonar viendo cubrirse de nieve su jardín y el bosque entero del fondo. En cambio, lo que iba a tener que hacer era preparar los exámenes de todas sus clases, así como elaborar una proposición para la prueba conjunta de los alumnos del último año y, lo que es peor, corregirlo todo después, durante la primera semana de las vacaciones de invierno.

Su rostro se tiñó unos instantes de un resplandor anaranjado, hasta que consideró que el fuego había prendido y fue a prepararse el desayuno. Dejó la leche calentándose en el microondas, para ponerse a extraer el zumo de naranja con un exprimidor que apenas reclamaba una leve presión de sus manos, lo que le permitió reincidir por unos segundos en el «apremiante problema».

Una vez reunidos todos los ingredientes necesarios sobre una bandeja, se acomodó con ello ante una mesa camilla, situada donde se cruzaban los calores que provenían de otro acumulador más grande que el de arriba y de la chimenea. Alzó los ojos comprobando a través de la ventana, cuyos vidrios estaban algo empañados cerca de la base, junto al listón de madera, que ya estaba nevando francamente. Al cabo, recogió la mesa, introdujo los platos, los cubiertos y la taza en el lavavajillas y con las mismas subió al despacho, dispuesto a realizar un trabajo que no le atraía en lo más mínimo.

Gracias a su precaución, la temperatura de la pieza era buena. Sobre la mesa quedaban algunas hojas esparcidas que contenían unas cuantas ecuaciones, muy pocas, testimonio inútil de una tentativa más, carente, como las otras, de convicción. Las recogió con un gesto cansado, desengañado. Las reemplazó por los libros de texto, puso en funcionamiento el ordenador y dejó pasar el tiempo con una actividad casi maquinal, tediosa, que no le aportaba nada, excepto el salario del esclavo. Afuera caían gruesos copos de nieve, impelidos alternativamente por moderadas rachas de viento.

Sólo cuando hubo confeccionado tres pruebas completas se permitió echar un vistazo a través de los cristales, descubriendo un paisaje albino, cubierto por una capa de nieve de unos tres o cuatro centímetros y continuaba el meteoro desprendiéndose blandamente del algodonoso cielo, en medio de un silencio de mundo acolchado, donde únicamente se escuchaba el bordoneo tenaz del ordenador. Paisaje de raza blanca, rememorativo de la piel normanda de Angélique que nunca había acariciado, su voz queda y suave, su semblanza como esa nieve que silenciosamente estaba cayendo. Una vez más se prometió que al concluir el año escolar, cuando termine la actual relación profesor-alumna, la invitaría a cenar en un buen restaurante y en el champagne le diría las cuatro palabras que suelen decirse en tales ocasiones. Después ya podrían proceder a llenar esta casa que él había querido amplia, en previsión de semejante eventualidad.

Trabajó un rato más y bajó a prepararse un café. Ya le quedaba sólo la prueba blanca de los alumnos de último año. Consultó sus cuadernos, echó mano del programa, abrió diferentes libros de texto y tecleando con todos los dedos hizo aparecer con orden en la pantalla los diferentes problemas y operaciones constitutivos de su propuesta. Seguidamente se conectó a internet para transmitirla a los otros profesores del departamento, recogiendo al mismo tiempo sus respectivos arbitrios. Una hora más tarde habían alcanzado un acuerdo referente a una prueba única para cada sección. Apagó el ordenador y bajó de nuevo al salón.

El fuego de la chimenea se había extinguido casi por completo. Abrió la puerta e introdujo varios troncos de la reserva. Liberó la aspillera que se puso a absorber aire frenéticamente con un rumor sordo. Las llamas saltaron de inmediato tras el cristal sobre los troncos, produciéndose un crepitar salvaje, que viró bruscamente a la calma cuando cerró de nuevo la aspillera.

Durante un tiempo indefinido permaneció tumbado en el canapé sin pensar en nada, o quizá pensando en todo, cual si tuviera un peso en la conciencia pero no acertara a determinar dónde le aprieta el zapato. Luego comió cualquier cosa viendo la abreviada edición dominical del telediario, coligiendo que la segunda guerra del Golfo se perfilaba cada vez con mayor nitidez, contrapunteada en esta ocasión por la oposición francesa. Esperó hasta que el parte meteorológico confirmara que las nevadas continuarían durante el día siguiente.

Tras el último sorbo de café que diluyó el simulacro de sabor de una comida falsa, fue hasta el aparador, tomó una copa, abrió el botellero, dudó unos instantes entre un calvados y un whisky, añejos ambos y solemnes de sus dieciséis años. Se decidió en esta ocasión por el escocés, lo extrajo de su funda de cartón, contempló durante unos segundos el líquido marrón oscuro como un pulimento para madera noble, combustible purísimo, se sirvió moderadamente y alcanzó de nuevo la ventana.

Si seguía nevando de esta manera tan cabal, mañana no tendría más remedio que dar un rodeo para llegar al instituto, puesto que la red secundaria había que desecharla por completo en semejantes circunstancias, sobre todo si helaba fuerte durante la noche. No obstante las complicaciones, reconoció sin esfuerzo que el hombre mediterráneo que le habitaba nunca dejaría de maravillarse ante el espectáculo insólito de la nieve.

Con la copa todavía entre las manos subió al despacho, se sentó ante el ordenador y se conectó a internet con objeto de consultar el Boletín Oficial del Estado. Recorrió los índices de los últimos números sin encontrar nada interesante. Se detuvo sólo un momento curioseando los puestos libres en establecimientos franceses del extranjero. Comprobó que algunas vacantes se hallaban cerca de universidades norteamericanas de prestigio y por unos instantes acarició la idea, aunque la desechó enseguida, pues la casa, que había adquirido con la comisión de poblarla, el instituto que representaba un trabajo fijo, los compañeros del departamento, Angélique, las letras que tenía la obligación de pagar religiosamente cada mes, mejor dicho, no había que pagarlas, el banco descontaba directamente las suyas y abonaba las restantes, todo esto significaba una rea-lidad tangible, sobre la que podía apoyarse, entre la cual podía circular indeliberadamente, como si soñara casi, organizar su tiempo, el poco tiempo genuino que le quedaba, pues el resto, la parte del león, se la llevaban otros y se la organizaban otros de antemano, un espacio, en fin, en el que podía tomar riesgos calculados. Rellenar una de estas solicitudes significaría abrir un mundo que habría que inventar de nuevo.

Quería pensar en otra cosa. A pesar de todo deseaba pensar en «el apremiante problema». Apagó el ordenador, puesto que le molestaba el parco zumbido de la máquina y se sentó frente a su mesa de trabajo. En efecto, durante toda la mañana había estado postergando un razonamiento. Unamuno dijo que si algo sagrado había en el hombre, estaba situado en el terreno de los sueños. Jacques Morel, profesor francés de matemáticas, desconocía probablemente la existencia del más español de los españoles modernos, mas estando empeñado en el estudio de las diferencias entre la inteligencia artificial y la humana, no había tenido más remedio que recalar en el interrogante que desataba la cuestión de los sueños. El que había tenido esta misma mañana, justo antes de despertarse, podía servir perfectamente como botón de muestra para afinar una vez más, haciéndolo pivotar sobre él, su pensamiento. El inconveniente de los sueños es que los detalles se olvidan con una facilidad pasmosa. Si las frases que surgieron de él ya le habían parecido deshilachadas y borrosas tan sólo unos minutos después de haberse levantado, qué no sería ahora, a media tarde. No obstante, globalmente, todos los elementos que planteaban un problema epistemológico los conservaba todavía, encerrados en algún puño de su memoria, listos para serles aplicado uno de los postulados de la hermética: «formula conscientemente tus preguntas y desde tu propio interior te serán respondidas». Aunque en este caso no se hacía demasiadas ilusiones, a corto plazo; lo que sí andaba buscando seriamente era una dirección, un camino.

Poco importa si no recordaba las frases exactas, bastante es saber que habían sido frases cabales, las propias y las ajenas. El tenor del sueño fue el que sigue: se encontró viajando de noche por un país extranjero, quizás Holanda. Angélique se hallaba junto a él y en el asiento trasero dormía un niño, el hijo de ambos que a la sazón tendría seis o siete años. Él nunca había poseído uno de esos coches mixtos capaces de funcionar alternativamente con gasolina y electricidad. Estaba buscando una estación de servicio a través de las calles hirvientes de tráfico, pertenecientes a un barrio periférico e industrial. No todas las estaciones de servicio permitían efectuar ambas operaciones a la vez, reponer el combustible y recargar las baterías. Vislumbró uno de esos carteles que representan un cargador eléctrico, pero ya era demasiado tarde. Cuando quiso reaccionar lo había rebasado. Se detuvo sólo unos metros más allá, en el próximo entrante, ante una puerta que formaba sin duda parte del mismo taller que la que había entrevisto en la escotadura anterior. Bajó del coche para dirigirse al empleado, que tal vez era el dueño, con el propósito de explicarle lo que había tratado de hacer pero que había rebasado el borne. Se expresó en francés, cuando hubiera sido más lógico hacerlo en inglés, mas teniendo ya la frase medio embastada, tras dudar un instante, terminó de formularla homogéneamente en el primero de los idiomas. El hombre respondió con toda naturalidad que le podía ayudar y lo hizo con un francés perfecto, aunque impregnado de un ligerísimo acento que él sería totalmente incapaz de imitar. Lo cual, en principio, no tiene nada de inverosímil puesto que el dueño de un taller en un país rico puede permitirse unas vacaciones y una cultura.

Veamos ahora lo que representa una dificultad en relación con «el apremiante problema», se dijo. Lo primero es que mi cerebro haya sido capaz de proporcionarme imágenes extraordinariamente nítidas de una ciudad que desconozco, ni siquiera sé su nombre, y que probablemente no existe. Lo segundo, que tuve un verdadero diálogo con un interlocutor cuyo acento sería incapaz de reproducir y cuyas respuestas no podía en modo alguno prever antes de que fueran formuladas. Dicho diálogo fue singularmente claro y lúcido por ambas partes, aunque ahora no lo recuerde en detalle. El sujeto en cuestión me dijo que me iba a ayudar, que no tenía por qué sorprenderme de que hablara francés puesto que hablaba otras lenguas también, incluso me parece que tocó algo el tema de las vacaciones en el extranjero. En suma, un individuo auténtico, campechano, libre de sus palabras y de sus actos, de ayudarme o de decirme que me las arreglara como pudiera para sortear el tráfico y ponerme en posición de cargar las baterías. Lo tercero es que se despertó en mí el instinto de padre, quien se resistía a efectuar una maniobra complicada en medio del tráfico o a abandonar el volante del coche en que dormía mi hijo entre las manos de un desconocido. Afortunadamente, me parece, la solución para mi sueño consistiría en que el taller abarcaba un local espacioso y único con dos puertas gemelas, a través del cual podía circular un coche. Pero me desperté.

Algunos consideran el cerebro humano como una máquina constituida de 40 billones de conmutadores. Jacques, por el contrario, había visto la necesidad de corregir esta afirmación y al conceptuar el cerebro humano no pensaba en los 40 billones de conmutadores, sino en los 40 billones de minúsculos computadores que son las neuronas. Sin embargo, al despertar de sueños como éste, de todos los sueños, es preciso aun reconsiderar la última proposición.

Jacques solía utilizar en estos casos el teorema del inacabamiento, formulado en 1930 por el matemático Kurt Gödel, según el cual cualquier sistema de axiomas lo suficientemente complejo como para generar aritmética es incompleto; lo dicho significa que el sistema proporcionará proposiciones «irresolubles», cuya validez no puede ser establecida únicamente con los mencionados axiomas. En consecuencia, las matemáticas nunca pueden ser reducidas a un algoritmo o serie de reglas que generan teoremas y pruebas. Por lo tanto, no existe el determinismo científico. Jacques obtenía una prueba de ello en su propio trabajo matemático, que no avanzaba mediante un proceso lógico y deductivo continuo e infinito, sino propulsado por repentinas intuiciones, osadas incursiones en un mundo complejo compuesto sólo de ideas, reino fabuloso e inconcreto que tal vez tuvo a Platón como uno de sus primeros exploradores, y que para alcanzarlo es preciso viajar hacia adentro.

Ningún sistema mecánico basado en reglas. Lo que equivale a decir, ni la física clásica, ni la ciencia de las computadoras, ni la neurociencia tal y como está actualmente construida, pueden dar cuenta de la capacidad creativa de la mente, esa arma secreta del hombre que le ha permitido establecer la supremacía de su especie. Lo más que pueden hacer ya lo han hecho, crear máquinas a las que, como sucede con «Pensamiento Profundo» o «Azul Profundo», les fue dado derrotar a los mejores jugadores de ajedrez pero que, cuando son puestas fuera de combate, lo son por problemas que incluso un principiante sería capaz de resolver, porque lo que las computadoras son por el momento incapaces de hacer es «comprender».

Más aún, a esa capacidad humana de comprensión, habría que añadir el hecho de que algunas operaciones realizadas por el cerebro, como soñar por ejemplo, son susceptibles de aportar elementos «nuevos», no adquiridos nunca mediante la percepción directa de nuestros sentidos, o la aparición de ese Merlín que, según Jung, llevamos dentro y a quien los chinos atribuyen un horóscopo distinto al del individuo que lo contiene, que dialoga con nosotros a través de las sombras y las brumas de la noche, nos aconseja y, a veces, hasta nos provoca o se burla de nosotros.

Habría que suponer por lo tanto que los 40 billones de computadores están todos conectados a internet.

Jacques Morel sabía desde hace mucho que la explicación de la mente humana y la posible construcción de una máquina similar, sólo podría llevarla a cabo una teoría física que aún estaba por descubrir, la cual debería incorporar por lo menos los métodos y los descubrimientos de la genética, la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad.

Acodado sobre su mesa de trabajo, notó que la oscuridad se había apoderado del despacho sin prevenirle. Bajó tambaleándose un poco al salón, haciendo crujir el órgano de la escalera. La chimenea estaba de nuevo casi apagada. Puso dos troncos más y dio aire. Cerró la aspillera. Luego se dirigió a la cocina, sacó del frigorífico los restos de la comida y los puso a calentar en el microondas; mientras tanto colocó un vaso, un cuchillo, un tenedor y una botella de agua mineral sobre la bandeja, llevándolo todo a la mesa camilla. Eligió un CD de Charlie Parker y lo dejó preparado en el cargador de la minicadena, depositando el mando a distancia junto a los cubiertos. Volvió a por el plato y se sentó donde se cruzaban los dos calores, el eléctrico del acumulador y el del fuego auténtico de la leña. Apretó un botón y el lamento de un saxofón traspasó la penumbra de la sala.

Antes de acostarse salió al ámbito helado del jardín. Había dejado de nevar. Avanzó unos cuantos pasos observando bajo la luz de la farola las huellas de los gatos y los pájaros sobre el manto blanco. Miró al cielo y, no logrando distinguir ni una sola estrella, decidió poner el despertador un cuarto de hora antes.

 

La alarma del móvil sonó ese lunes a las seis en punto de la mañana. La apagó a oscuras, guiándose por la luz verde que emitía el aparato, lo tomó consigo y lo puso a cargar en el despacho. Se cubrió con el batín y bajó directamente a la puerta de la entrada. Seguía nevando.

En tanto que la leche se calentaba en el microondas, se preparó el zumo. Se lo tomó. Apenas había apurado el vaso, sonaba la campanilla. Sacó la taza, añadió cacao en polvo, cortó un pedazo de bizcocho y fue a sentarse ante la mesa camilla. Cinco minutos más tarde estaba bajo la ducha. Se vistió, atrapó el maletín al pasar por el vestíbulo y un cuarto de hora más temprano que de costumbre se disponía a salir de casa.

Tuvo que volver a entrar precipitadamente porque el candado del portal del jardín tenía hielo en la cerradura. Llenó un vaso de agua caliente, lo vertió encima provocando una columna de vapor, abrió, volvió a la cocina para dejar el vaso y cerró definitivamente la casa.

Todavía era de noche. Accionó el limpiaparabrisas para apartar la nieve que caía a ráfagas y fue menester conducir con precaución ya que, incluso la nacional, que había sido salada, resbalaba en algunos tramos.

Llegó a Evreux a la hora prevista pero se encontró con que había atascos a la entrada de la ciudad y temió retrasarse. No lo hizo, entró a la hora justa en el aparcamiento, de modo que no pudo ir a mirar en su taquilla, acto ritual con el que todo profesor suele inaugurar su jornada de trabajo, pues allí se le deposita el correo y toda clase de mensajes e instrucciones.

Enfiló directamente hacia el aula, donde los alumnos le estaban esperando en el pasillo. Los hizo entrar. Pasó lista y fue anotando en un impreso los ausentes, que no eran pocos ese día a causa del estado de las carreteras, y se puso a hablarles de problemas que no les concernían y de operaciones matemáticas que no lograban despertar en ellos el menor interés. Al cabo de una hora les anunció que la clase había terminado y ellos salieron. Otros los reemplazaron. La misma historia.

A las diez y media bajó a la sala de profesores, miró en el casillero, plegó los documentos que le interesaban y se los puso en el bolsillo de la chaqueta, tiró el resto a la papelera, tomó un café con algunos colegas comentando las inclemencias del tiempo e hizo las fotocopias de los enunciados de los exámenes.

A última hora de la mañana le correspondía la clase de Angélique. Desde el arranque del pasillo la vio, esbelta y rubia como un lirio, apoyada junto a la puerta del aula. Si no se apartara, la operación de introducir la llave en la cerradura le obligaría a situarse muy cerca de ella. No se apartó y pudo absorber el aroma de almizcle que exhalaba su cuerpo. Ni siquiera sonrió, porque lo que se estaba diciendo en el lenguaje de los cuerpos era muy serio.

Una vez abierta la puerta, se echó a un lado para dar paso a sus alumnos. La primera en entrar fue obviamente, dada su proximidad a las jambas, ella, con una deliciosa resignación femenina.

Distribuyó los enunciados, pasó lista y se puso a mirar por la ventana, apoyadas las manos en la calefacción.

A las doce y media pasadas se dirigió de nuevo a la sala de profesores, donde ya le aguardaban Richard y Charles, matemáticos como él. Salieron al campus, cruzaron el estadio en dirección a las escalinatas que les conducirían a lo alto de una colina donde estaba situada la cantina. La nieve había virado a la cellisca.

—Este país –comentó Jacques de mal humor– no es capaz de dar una nevada como Dios manda.

—Calla –replicó Richard Coeurdacier con su invariable sentido práctico–, mejor. Ello nos permitirá regresar esta noche a casa sin demasiados problemas.

—La vaina será mañana –intervino Charles Delamotte–, porque según las previsiones esta noche va a helar de nuevo.

—Ya hacía años que no teníamos un invierno así.

—No.

—Yo lo prefiero a la humedad permanente –opinó Jacques.

—Estás loco.

El fuerte olor entreverado del primer comedor, en el cual se sirven las comidas, le produce siempre un atisbo de náusea. Afortunadamente a los pocos minutos ya se ha pasado.

 

Aquella semana transcurrió algo más rauda que de costumbre, debido a la gran cantidad de exámenes que su pereza de las anteriores le obligó a poner y a las vigilancias de la prueba blanca del bachillerato, que no se referían únicamente a las de la asignatura propia. Esto le eximió de numerosas horas de clase efectiva.

El viernes, para festejar la llegada de las vacaciones de invierno, Richard Coeurdacier invitó a cenar a todos los profesores del departamento de las ciencias exactas con sus respectivas familias, donde las hubiere. Como suele suceder en tales casos, cada cual aporta un ingrediente, un plato cocinado, un postre, etc. Jacques desempeñaba honorablemente las funciones de bodeguero y escanciador permanente.

Llegó temprano a la cita con sus tintineos de cristal.

—Lo primero el champagne en el congelador, durante una hora.

Julie, la dueña de la casa, cumplió solícita las instrucciones de aquel sabio, mientras que Richard depositaba las botellas de tinto en la mesa del salón. Después regresó a la cocina y empezó a preparar los aperitivos.

Romain, el hijo mayor de la pareja, tenía un problema con el ordenador y recabó el auxilio de su padre.

—Yo voy –dijo Jacques.

Al rato volvió.

—No era nada.

Richard le alargó un vaso de martini con hielo, pero no se detuvo, abrió un cajón y fue sacando los cubiertos. Kelly entró en la cocina con una ecuación que no sabía resolver.

—Jacques te la resuelve –se zafó el padre con una bandeja reluciente de níquel.

—Ven. Vamos a ver…

Se la explicó despejando todas las incógnitas una tras otra. Sonó el timbre. Julie fue a abrir la puerta. Se trataba de Charles Delamotte, su mujer Ingrid, su hija de cinco años y el bebé, que venía berreando. De improviso alguien puso el televisor del salón a todo volumen. Julie se desplazó hasta el umbral:

—Quentin, por favor.

Y Quentin, el menor de los Coeurdacier, tronó:

—¡Es que no se puede escuchar tranquilamente la tele en esta casa!

La madre cerró, sin replicar, la puerta del salón y la de la cocina. Acto seguido las volvió a abrir un instante para dejar paso a Manon Delamotte que quería ver la tele con Quentin. Al regresar, Julie se dirigió a Jacques:

—Y tú, joven catedrático de veintiocho años, ¿a qué estás esperando, si se puede saber, para disfrutar de los gozos y de las alegrías de la paternidad y del matrimonio?

—Pues estoy esperando… Un poco.

—Déjalo –terció Charles–, que todavía tiene tiempo. Que respire…

—Que respire, sí. Pero que no se entretenga, porque después para soportar a toda esta grey hacen falta arrestos.

—Redaños –precisó Richard entrando–. Redaños.

Sonó el timbre de nuevo y entraron Frédéric y Rachel, cargados de ollas y paquetes. Por último llegó Akim con el postre.

Tras unos minutos de confusión, todo estuvo a punto para el ágape y la amable concurrencia se sentó a la mesa. Jacques reconocía que, en el fondo, estaban todos reconciliados con su destino, con la confianza inamovible que les daba, a ellos y a sus esposas, parejas formadas por lo general bajo la bendición del mismo Ministerio, la seguridad en el empleo, la misión sagrada de educar a las futuras generaciones, dedicando por supuesto un concentrado especial de su saber pedagógico a sus propios retoños; asegurados todos en la MAIF, vestidos por la CAMIF, afiliados a la SNES porque todavía les quedaba en el fondo de los bolsillos junto con otras borras, pero no era su culpa, algunas rémoras o resabios izquierdistas que se resistían a perder, con el inconveniente de recibir una remuneración suficiente tal vez, trabajando a dos, pero inferior al merecimiento de los esfuerzos consagrados, sin que la actual beatitud alcance a compensar por completo el remordimiento de haber abandonado, desde el principio, a sus hijos al cuidado de nodrizas y guarderías, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, sin olvidar la esporádica infantilización, solicitada a veces por una extraña mezcla de masoquismo, sumisión, necesidad perenne y compulsiva de legitimación y afán de medro, sufrida ante la figura solemne, soberana, inapelable del inspector, que no sirve para nada.

Aquella noche del viernes que precedió a las vacaciones de invierno, Jacques conducía a través de la campiña, de regreso a casa, pensando en todos ellos y en sí mismo. Se veía reflejado en las diferentes etapas que todavía debía franquear, con sus ventajas e inconvenientes, que de todo había, como en botica, o como en las casas ricas, según el decir de las gentes de su pueblo. Pensó también durante el trayecto en el teorema del inacabamiento de Kurt Gödel y una vez más no creyó en el efecto mariposa con el que suele ejemplificarse el determinismo científico, según el cual el aleteo de una mariposa en el estado de Texas, mediante una complicada concatenación de causas y efectos, produciría tifones en la India. No, la naturaleza está más bien plagada de focos absorbentes de energía que le atribuyen a cada uno su órbita inamovible, neutralizadores de nuestros actos sin mañana. Sería preciso darles una inusitada potencia para que lograran evadirse de la zona de influencia de esa especie de campo magnético que los aspira, los cincha fuerte, los aprieta y, a la menor flojera, se los engulle como se traga un agujero negro la materia. Él no la poseía, esa potencia.

 

El tiempo había cambiado. A un breve deshielo, sucedió un frío intenso, aunque esta vez seco. Lo que los meteorólogos llaman el expreso París-Moscú.

Al despertar el primer día de vacaciones, cuando Jacques abrió los postigos, un sol helado se arremolinó dentro de la habitación como queriendo calentarse. El ventilador del acumulador se puso enseguida a funcionar. Sobre su cabeza se abrieron inmensos campos de índigo, sin la menor mancha blanca que diera una referencia ante la inconmensurable profundidad azul.

Desayunó raudo. Se puso una cazadora y unos guantes de piel, levantó el cuello de vellón y salió, pisando la hierba todavía helada, después la gravilla, que no crujió bajo su peso sino que ofreció una resistencia inhabitual, pues formaba una masa compacta.

A la salida de la aldea en que vivía, la carretera corría aún bajo la protección del viento del este que le ofrecía un bosque somero, pero una vez rebasados sus lindes sintió sobre su mejilla un soplo helado. Más tarde, cuando torció a la derecha, lo tuvo enfrente, frenando su avance, cortándole la cara.

Por todas partes se extendía la llanura inmensa donde los panes alcanzaban sólo unos centímetros de verde, salpicada aquí y allá por breves motas sobre las que se elevaban unos puñados de robles desnudos.

El viento glacial le escatimaba la caricia del sol, pero a cambio le resarcía obsequiándole con una atmósfera translúcida que permitía la visión de los contornos con una inusual nitidez en el detalle que alcanzaba hasta los más remotos confines, hasta la insólita y resplandeciente cal de los muros de las granjas, desplazado remedo de las ermitas y rábidas mediterráneas, y la negrura de las torres linterna de las iglesias normandas.

Cruzó aldeas, dejando atrás las viejas casas hechas de argamasa y madera aparente que aquí llaman colombages, con sus techos inclinados de tejas o de paja, sus chimeneas de ladrillo rojo y sus gruñidos de perro en los jardines, tras los setos de espino y de haya blanca.

Al rebasar una de esas aldeas oyó un griterío de aves que en principio no supo si provenía del cielo o de la tierra. Quizá fuera la intensidad del sonido, o la intuición de que algo extraordinario estaba ocurriendo allí, cerca de él, lo que le hizo descender de la bicicleta y orientarse, tratando de descubrir el origen de toda esa algarabía. Primero paseó su mirada por la inmensidad cerúlea, acabando por descubrir en todo lo alto, encima de su cabeza, la «V» característica que suelen dibujar en el cielo las bandadas de ciertas aves migratorias. Evaluando la distancia, el tamaño y el color, concluyó que eran ocas. Una bandada de ocas salvajes que había venido a pasar el invierno por estas latitudes y que tal vez, intuyendo con este sol el final del mismo, remontaba su vuelo hacia el norte, Escandinavia o las lejanas estepas siberianas. Pero pronto comprendió que todo el misterio no estaba en lo alto. Al griterío que provenía de arriba correspondía otro, distinto, que surgía abajo, en algún punto de la tierra firme. Se orientó de nuevo, descubriendo los almidonados muros de una pequeña casa de campo, rodeada por un seto de tuyas reforzado por una alambrada. Entonces le fue dado abarcar con toda su amplitud e intensidad el drama que allí estaba acaeciendo. A las voces altivas, desdeñosas, de las ocas salvajes que surcaban el azul impoluto del cielo, respondían los lamentables quejidos, cargados de impotencia, melancolía, añoranza de un estado ancestral de libertad plena, proferidos por las ocas de corral.

Jacques comprendió por una vez el lenguaje de los animales como en los cuentos fantásticos y oyó que desde arriba se gritaba a coro:

—Vosotras tenéis todo el alimento necesario y más aún. Pero nunca veréis el mundo desde esta perspectiva, ni sentiréis en vuestra sangre la fuerza capaz de responder a la llamada del gran norte, ni el poder de unas alas que os eleven hasta el mar de lo alto, ni sumergiréis vuestras palmas en las azules, claras y frías aguas de las lagunas de la tundra. Y al final sólo tendréis una muerte innoble en pago de vuestra sumisión.

De abajo únicamente emergían lamentos y súplicas.

El triste espectáculo se prolongó durante mucho tiempo, hasta que los alados jinetes ya no eran sino minúsculos puntos claros, prontos a fundirse en una inmensidad de azul profundo.

Jacques se quedó sobrecogido, estupefacto, con la mano izquierda agarrada al manillar de la bicicleta. Más tarde, frente a las brasas de su chimenea, todavía no había logrado desembarazarse de las luces y los clamores de esta visión.

 

Para la primavera ya tenía un corpus teórico lo suficientemente amplio como para ocuparle durante varios años, en un laboratorio dotado de los medios técnicos adecuados. Asimismo había obtenido un puesto en el Instituto francés de Nueva York, cuya universidad se había mostrado interesada por su proyecto.

Sentado al sol a la puerta de su casa, que ya estaba por cierto puesta en venta, consideraba con un entusiasmo moderado, no exento de melancolía, todos estos avances.

Se levantó para recorrer el esplendor del jardín en primavera, oloroso todo él a hierba recién cortada. Al pie del seto lateral de tuyas, que él mismo había plantado, el césped estaba todavía mojado de rocío. Recordó la zanja que había tenido que cavar durante aquellas lejanas vacaciones de febrero, los montones de piedra de sílex que extrajo de ella y la tembladera que le dio junto a la chimenea, preludio de una de las peores gripes de su vida. Lo que quedaba de la zanja no tuvo más remedio que mandarlo hacer mecánicamente. Ahora el seto estaba magnífico, espeso y robusto en toda su extensión.

Pasó a la parte sur para sentarse en los peldaños de la escalera de la solana. Al fondo, los árboles frutales, plantados también con sus propias manos, estaban en flor, ocultando de rosa y almidón el pequeño huerto que aquel año se había quedado en barbecho, fertilizándose en espera de su próximo dueño.

Bajó, tomó una silla de plástico y se sentó bajo los abedules. En las tardes soleadas de primavera o de principios del verano, antes de irse a pasar las vacaciones en las esplendentes orillas de su mediterráneo natal, muchas horas apacibles de lectura habían transcurrido allí.

Mas no pudo permanecer mucho tiempo viendo la desolación del huerto, cubierto de mala hierba.

Volvió sobre sus pasos a sentarse en el banco de la puerta de casa. El sol ascendía el cielo del este y resaltaba los oros y la blancura nupcial de los lirios, obligándole a levantar desde donde estaba la mirada para contemplar sus relumbrantes cumbres nevadas, cubiertas de miel como un yogur griego. La esbeltez de cuerpo, la claridad de piel, el dorado mar de trigo que ondulaba en la cabellera vikinga de Angélique le vinieron con ellos a la memoria cual espina olvidada, clavada en la carne. Una vez más se le había trascordado el sentido porque al final del año escolar, a pesar de que las relaciones profesor-alumna habrán concluido, no habrá restaurante, ni champagne, ni le dirá una sola palabra a Angélique, ni habrá existido, por tanto, nada entre ellos.

 

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