AGUÁRDENME
LA REVANCHA...

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2002

 

PABLO RODRÍGUEZ MEDINA

 

Pablo Rodríguez Medina (El Entrego, 1978) es el paradigma de la nueva generación de escritores asturianos: bilingüe en asturiano y español, prolíficu, poeta, narrador, creador de textos teatrales e investigador. Tiene, pese a su juventud, publicada una extensa obra, tanto en asturiano como en castellano, y que abarca todos los géneros literarios.Poesía: Nel dialectu del grisú (1999), Tiempu d’esiliu y povisa ayeno (2001), Los desconocedores del agua (2002), Los laberintos del humo (2002). Narrativa: Los paraísos perdíos (cuentos, 2000), Ente semeyances [Na cernada d’un tiempu perdíu] (novela, 2001), L’arna de San Atanás (novela, 2002), Les vueltes, toles vueltes (novela, 2002). Textos teatrales: Orbaya (2002).

 

AGUÁRDENME LA REVANCHA...

 

Por este camino apenas ayer olvidado se va a Los Valles, se va uno encarrilado, directo al abandono.

A Botela le reventé las narices anoche mismo.

Se lo tenía merecido, ya lo creo. Fue de un mazazo genial, insospechado, en mitad de su jeta. Lo vi venir entre el humo y el gentío y me fui a él derecho. Ni siquiera tiempo tuvo para disculparse.

Le rompí las narices, sí, como poco las narices. Se le fueron al carajo. Eso es. Me dijeron que se quedó tumbado para atrás, él, lo más parejo a mi mejor amigo, como si estuviera muerto, como si fuese algo más que las narices lo que le había roto.

—Como poco le rompiste las narices –repetía la Nacha.

Lo sabía porque cuando el puño golpeó su cara risueña sentí que le crujían lo mismo que las bolas al carambolear. Y mira por donde, esto a Botela le había agradado. Lo de «carambolear». Siempre me recriminaba que apellidase con palabras del billar a las cosas, como si no existiese más nada en el mundo. Pero yo entonces me reía y le decía che, me he ganado a pulso ese privilegio.

Entonces él chascaba la lengua y me soltaba que ya vería, ya, que esos que eran mis únicos privilegios se desplomarían cuando alguien me venciese en el tapete, y entonces nadie volverá a convidarte en las cantinas ni a fiarte de prestado ni tan siquiera el saludo, macaco.

Me espetaba que volvería a ser el mismo repartidor pendenciero y calavera de antes, el muchacho recién salido del hospicio al que todos nombraban el Micho. Antes de contestarle, yo escupía torcido y apagaba con rabia el cigarrillo apurado.

—Eso no va a suceder nunca, Botela, y tú lo sabes…

Tiempo al tiempo, susurraba con lento y mascado odio, tiempo al tiempo.

—Se sabe que han mandado llamar a un gitano que guarda la buenaventura en su taco y vendrá acá, en cuanto alcancen el acuerdo, vendrá por un puñado de dinero, sí, por unos cuantos dineros vendrá acá, dispuesto a machacarte.

Al Botela le deleitaba eso, el meterse conmigo, el hacerme de menos, el humillarme. En el fondo era envidia, simple envidia. Aquel fulano no soportaba que se recitasen mis jugadas y que, por contra, la gente pusiese en el olvido sus estrofas.

El tiempo le dio la razón sobre lo que se murmuraba. La Nacha, que anda bebiendo de mi ser, lo anduvo oyendo referir en casa del patrón y enseguida me vino con el aviso.

Tenía las horas contadas en opinión de los ricachos.

—Ya se frotan las manos en pequeños corrillos a la hora del café.

Así que era cierto.

Ella respondió que sí, que iban completamente en serio con lo del mesías extranjero al que habían mandado llamar para derrotarme.

—Pensé que era simplemente habladuría.

Hasta entonces al billar no había nadie en toda Ciudad del Yermo que me batiese. Ni siquiera los señoritos, los de ropas elegantes y tabaco caro me rondaban ya sobre el tapiz.

Era una astilla traviesa en su orgullo muy difícil de sacar.

Así solían saldar los capataces las reclamaciones del sindicato y de los trabajadores, jugando al billar. Ellos disponían de todo el tiempo del mundo para volcarlo sobre su afición y estudiar las jugadas.

Cuando despellejaban el sueldo que les reclamba un paisano, él se les crecía y les increpaba que se iba con las manos vacías, sí, sin un poco de cobre, sí, sin lo justo siquiera para ir tirando de la miseria, pero les recriminaba que con el Micho no, que no podían conmigo, se les jactaban los desarropados, y ellos, los otros, los de la ropa de importación, se reían.

Doloridos en su orgullo, pero se reían.

Disculpaban no jugar conmigo porque olía a cobertizo, porque era montaraz y me brillaban las yemas plateadas a causa de la pólvora, porque era un animal que no poseía ni una sombra donde echarme a morir y desbravaba lo mismo a mujeres que a yeguas.

Eso decían de mí los ricachones mientras reían y les resbalaba por la espalda el sudor frío que les provocaba mi nombre. Pero no había alma en Ciudad del Yermo, sobre todo en los barracones, que no supiese la verdad, que nadie, que ninguno de ellos me había batido sobre el tapete.

Yo les gané a los ricos los descuentos en las medicinas y ellos regresaron al cabo de tres meses de estar encerrados en el casino, después de hartarse a jugar y maldecirme, para apostarme una de las revanchas.

A aquella otra partida de la revancha acudió ya la plebe enfervorizada y apostando febrilmente diez a uno por mi pellejo. Los ricos aceptaron de un mazo todas las apuestas con desdén y palidecieron cuando caramboleé la victoria.

Se acoquinaron al reclamarles la suma, mas todo era válido antes que quedar a deber con aquellos puercos.

Accedieron entonces a nuestras súplicas.

Se fueron con el rabo entre las piernas y sin poder hacernos trabajar los días dedicados a nuestro patrono.

Se fueron apedreados por los vítores que me aclamaban vencedor, mordiendo el fango pobre de nuestra victoria, atronados por los tres días de acordeón y guitarra y vino desparramado y ron en que se alargó la parranda.

Pero ahora iban a por mí, así que ten cuidado, me suplicó la Nacha cuyas declaraciones de buen amor tanto desprecié, cuídate de pujar alto, mejor vete, por un tiempo, hasta que al gitano se le acaben los cuartos, hasta que las arañas pueblen los odios del billar.

Me lloró de puro enamorado que me fuera a donde las selvas y que vagase por allí entre los zarzales como un ermitaño. Que comiese raíces, que el frío me pudriese la razón, que hablase a solas por los caminos para espantar los fantasmas, que volviese al cabo de varios años irreconocible, rezando como un ermitaño, pisándome las barbas y a punto de ser devorado por las liendres.

—Yo te cuidaré entonces.

Ahora huyo, después de todo lo sucedido. Huyo por el monte, atravieso por los caminos que conducen al mundo antiguo de Los Valles, donde crepitan las viejas casonas, sabiéndome condenado a ser pasto de la humedad del río que te vuelve los huesos como cristales y dispuesto a que me desangren los tábanos enormes del olvido.

—Yo te cuidaré al regreso.

La Nacha, mientras se tapaba la cara con la sábana y se daba media vuelta hipando, prometía que ella me prepararía la tina con agua y los vahos mentolados, que me rasuraría las barbas al retornar, que me colmaría de loción aromática, que yo me saciaría cada noche del miedo de su vientre y que no se avergonzaría cuando la gente me tratase de tarado por la calle.

—Pero vete, desaparece. Porque prefiero más vivir con el Micho loco al que nadie arrebató el honor, al que nadie venció que ser la esposa del hombre derrotado al que todos despreciaremos.

Me quedé de todas formas. Jamás hice caso de las advertencias de las mujeres. Es más: me quedé pese a todo, cancelé compromisos y jaranas y no lo evité cuando me fue a buscar a las caballerizas y me preguntó con su acento de mercader de sueños si yo era el Micho.

Aquel gitano, era cierto, se me figuró como una maldición. Traía la tez tostada como granos de café y en las manos angulosas le brillaban los amuletos de oro de sus sortijas.

—Vengo a vencerte al billar.

Le respondí serio, apenas mirándole, que ahora no podía, que viera que estaba cuidando de las bestias.

—He venido desde muy lejos, casi desde más allá de la muerte para jugar contigo, y tengo una venerable prisa por saludar el mar.

Le recordé que ahora no podía, que estaba al cuidado de las bestias. Él me preguntó si es que me echaba atrás.

—No, simplemente cuido de las bestias, más tarde quizás

Nos emplazamos para aquella misma noche. Habríamos de llevar, así rezaban las normas en Ciudad del Yermo, a un padrino y entonces pensé en él, pensé en mi amigo vate, en el buen Botela.

Le mandé recado a donde su querida, a casa de la madama Alberta la Coja, a aquel prostíbulo. El muy pendejo pensaba que le convenía conjugar con su fama de poeta, la de enamoradizo de los lupanares, afición esta que le consumía la soldada del mes y los escasos ahorros familiares con los que planearon licenciarlo en letras.

El Botela prometió que sí, que iría al Patio de la Chueca a presenciarlo todo en calidad de padrino. Lo prometió no por la amistad que nos unía como monteadores y recaderos, sino porque ansiaba estar presente en el momento de mi caída.

Yo malpensé que seguro que acudiría, este chalupo, seguro que viene con la sonrisa impecable y los sonetos a cuestas a presenciar cómo la gente que abarrota los palcos y graderíos del Patio de la Chueca se deshace en escupitajos de desilusión y me da la espalda.

Por eso achaqué su demora de diez minutos a algún imprevisto de última necesidad. Ya transcurrida media hora del plazo lo juzgué indudablemente muerto.

—Arranca.

El gitano se mostró reacio y me convidó a esperar a mi padrino. No quería vencerme sin mi amuleto, decía, no quería participar con ventaja.

Arranca, le conminé.

—Mi padrino es el pueblo.

Los vítores y los gritos de exaltación apagaron el chasquido de salida con que se rompían las bolas. Se sucedieron los tiros y los turnos y durante la noche fuimos parejos.

—Vamos a tener para largo... –me decía el gitano al pasarme el turno–. Y yo con esta indescriptible necesidad de arribar al mar.

Había que sacarse una ventaja de al menos cinco sobre el contrario y cuando uno de los dos se sacudía dos o tres de seguido, no tardaba el otro en irle a la zaga y atajar así los puntos de ventaja.

Así anduvimos, tentándonos, más de tres horas. Hubieron de abrirse los grandes ventanales de Patio de la Chueca para, despreciando el frío, lograr ventilar la larga impaciencia de un graderío consumido en el tabaco.

Nos picaban los ojos del sueño y del humo y la bebida hacía mella en nosotros. Los murmullos se fueron apagando de poco en poco y el fervor con el que se comentaban las apuestas se empantanó en el sopor de la victoria diluida.

—Debimos esperar a tu padrino, pues la mala suerte también se contagia. Parece que lo necesitas para perder.

Dábale tiza al taco el gitano. El gitano besaba ritualmente sus anillos antes de lanzar y después bebía lentamente de un caliz de cristal con el humo de un cigarro puro aún aleteando en sus pulmones. Y dábale tiza con una parsimonia de condenado, intuyendo que no habría de arribar al mar.

Se le veía entero, sin embargo, rigurosamente entero, como si volviese de un largo trance y en sus ojos de mercader pudimos adivinar la tristeza inmensamente contenida en aquella necesidad de avistar el mar.

—Vamos a tener para largo, payo, para largo...

Yo ya había ventilado dos botellas de ron y seguía sin apenas parpadear, bromeando con la chusma, arrancándome a los estribillos con los que me jaleaban y arremangándome a la hora de echarme sobre el tapete. Incluso los ricachones habían aliviado su impaciencia con inmensos pucheros de tilas.

Al paso de las horas se veía pronto el amanecer tintileando detrás de los cristales y a la gente le asomaba la picazón de vidrio por los ojos. Tanto el Micho como el gitano les parecíamos unos farsantes ególatras que sólo buscaban hacer bulla de nuestras heroicidades.

—Váyanse al más terrible de los carajos –ordenaban antes de desmayarse de sueño o de ebriedad y desplomarse en el suelo como cadáveres.

El gitano y yo nos habíamos quedado encerrados en ese castigo que dicen que le da a los zonzos cuando un caballo les sacude una coz y les deja la herradura tatuada en la cabeza. Éramos como aquellos locos emcerrados en una habitación con una puerta y que la atravesaban para llegar a otra habitación con otra puerta que al cruzarla nos conducía a otra carambola.

—Vamos a estar aquí para siempre, golpeando las bolas y quedándonos empatados, sin poder arribar al mar.

Nos perseguíamos por aquel laberinto de las carambolas sin dejar de dar tiza al taco, sin desfallecer, con la cabeza nada más que rigiendo ángulos y sendas verdes, con la fuerza necesaria para hacer tanto y ver si ahora sí, si ahora era la buena, empalmábamos cinco de ventaja y nos podíamos quedar libres al fin. Pero era imposible porque siempre el otro se sacaba de debajo de la manga el tiro preciso para darnos alcance.

De puro desesperado hubo un momento en que sólo pensamos en cómo librarnos de aquello y salir bien parados.

—¿No me digan que han empezado sin mí, macacos?

Entonces lo vi claro y se me ocurrió. Apenas me fui a él con la ira necesaria para derribarlo de un puñetazo atroz en mitad de su cara y romperle las narices. Lo tenía merecido, ya lo creo. Me empecé a creer que era cierta la previsión del gitano. Necesitaba a Botela para perder.

Después me fui yo tambien al suelo y caí en una oscuridad.

Me despertó el agua fría y vi la cara de la Nacha sobre mí. No recordaba ni una miagita de lo que me había pasado.

—¿Me coceó una mula?

Ella dijo que no. Me enseñó entonces la mano vendada y me susurró que a Botela se lo llevaron a rastras los gendarmes a la cárcel. En mitad del tumulto se evaporó el gitano silencioso, como se marchan las influencias y los malos presagios, dejándole dicho a un parroquiano que me dispensen por no despedirme, pero que llevaba urgencia por llegar al mar.

A su vuelta el contrario ya tendría la mano bien, calculaba el gitano, para reanudar la revancha.

Habíamos empatado la partida. Repetiríamos también de padrinos.

La gente me juzgó vencedor pues nadie confiaba en la palabra de los gitanos. No obstante, y como era de ley en el billar de Ciudad del Yermo, se quedaban las apuestas incautadas y en suspenso hasta que finalizase la partida.

Una pequeña fortuna por parte de los ricachones y por parte de los paisanos pobres los descuentos en los fármacos y los días de descanso que se fueron al garete.

—Aquí te esperamos –me amenazaban todos a un punto del desprecio–, aquí te esperamos.

Vigilaremos el horizonte esperando que regrese el gitano para que lo revientes a carambolas y nos devuelvas los descuentos y los descansos…

La Nacha me volvió a susurrar entonces vete, vete, aún hay tiempo, dos, tres, cinco años, por el camino que conduce a los Valles, vete, y me he ido por este camino apenas ayer olvidado y ya sueño con esa otra revancha, con que me rasure las barbas luengas y me dé friegas de romero por el cuerpo, en su alberca de rica, los dos desnudos...

 

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