LOS NOMBRES DE JUANA

 

Premio de Relato Corto

en lengua castellana 2001

 

RAFAEL ORIHUEL IRANZO

 

Nacido en Gandía, en 1957, reside actualmente en Benicàssim. Es licenciado en Derecho y funcionario de la Administración Local.

Sostiene que lectura y escritura son dos caras de la misma moneda, dos lados del espejo, y que el mejor escritor es precisamente el mejor lector, y aunque se pregunta si es posible agregar algo más a la literatura después de Borges y Carver y Landero y Sebald y Lobo Antunes y por supuesto Proust, a veces se olvida de su vocación de Bartleby (añádase a la lista a Melville y a Vila-Matas) y se aventura por el otro lado. Imprudente actitud que le ha llevado a acometer un par de novelas y unos cuantos relatos, algunos de los cuales han gozado del favor de jurados en concursos literarios convocados en lugares dispares: Lodosa, Elda, Alcantarilla, Pinto, Villajoyosa...

Se pregunta también si no convendría hacer quemar tanto papel, emulando el célebre encargo de Kafka a su amigo Max Brod; pero en el fondo reconoce que le alegraría que el Brod de turno salvase de la hoguera «Liz de las mil lunas», «El archipiélago del tiempo», «Et in Arcadia ego» y «Los nombres de Juana», o sea, el relato que el lector (también escritor, aunque prefiera no saberlo) tiene entre sus manos.

  

LOS NOMBRES DE JUANA

 

Para Pilar, que, por fortuna,

no goza de las perfecciones de Juana.

 

«Striking Jane is my tipe of woman: pleasant, agreable, joyful each day, the flower of happiness».

Turlough O’Carolan,

compositor y arpistairlandés (1670-1738)

 

No traicionaré a quien a su juramento hipocrático antepuso su amistad hacia mí, qué importa cómo se llame o dónde ejerza su letal antimedicina, qué importan las circunstancias que atañen a su persona o a sus inicuas prácticas, pues en esta historia sólo hay un nombre: Juana. O tal vez un nombre y mil formas de decirlo: Juana, Juani, Juanita, Jane, Giovanna, Jean, Jeanette, Ivana, Joan, frau Johanna, lady Jane… Un nombre y mil maneras de amarlo. Pero mejor será comenzar por el principio.

La conocí en el último año de instituto. Tenía un padre de origen alemán que había adquirido una empresa de refrescos en quiebra. Llegaron a la ciudad a finales de octubre, cuando el curso ya estaba comenzado. Un lunes por la mañana, apenas iniciada la clase de latín, apareció en el vano de la puerta, precedida por el director.

—Os presento a Juana von Wittenberg, será vuestra nueva compañera, espero que se integre pronto en la clase –dijo el director, a quien jamás habíamos visto presentar a ningún alumno. Ella estaba todavía en el umbral, sin atreverse a entrar del todo. No la veía bien, pues me la ocultaban los compañeros de las primeras filas. Pero cuando avanzó por el estrecho pasillo con una carpeta forrada con fotos de actores de moda y una bolsa de lona colgada del hombro, pensé que estaba soñando. Y creo que no fui el único. Juana von Wittenberg no era una chica real. Parecía surgida de alguna revista de moda: alta, y con un punto de desgarbo, había en ella un prodigioso equilibrio geométrico entre rectas y curvas, entre su plácida orografía y sus escarpadas costas. Y qué decir de su olor a jabón de tocador, de su piel de melocotón, del sobrio desfiladero de su nariz, del acantilado apacible de su boca de fresa y el océano transparente de sus ojos y la constelación de sus largos cabellos dorados iluminándolo todo, y la blanca lluvia de sus dedos de pianista y el abismo de sus piernas… Dios mío, me dije, me voy a enamorar, y ya nunca podré enamorarme de nadie más.

Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Y tampoco debí ser el único. Ese mismo día se inició una guerra sin cuartel entre sus muy diversos admiradores, si bien es cierto que yo conté desde el principio con la ventaja estratégica del emplazamiento. Mi proximidad a ella en el campo de batalla (la Von Wittenberg se sentaba justo delante de mí: la planicie de su espalda, las cumbres de sus hombros, la retaguardia de sus cabellos, quedaban enteramente bajo mi jurisdicción) me otorgó una clara ventaja. Pero al final no sirvió de nada, pues para Juana sólo parecían existir los actores y cantantes de moda con cuyas fotos forraba sus libros y carpetas. Por donde iba Juana, con su andar de musa desdeñosa, dejaba un doloroso rastro de corazones destrozados, un reguero de melancolía y frustración.

Tal vez en la universidad (a ella la enviaron a una universidad privada, en el otro extremo del país) lograría olvidarla. Eso creí al principio, cuando empecé a tener éxito con otras chicas, también estudiantes de económicas, con quienes todo resultaba infinitamente más fácil que con Juana. Hasta que, mediados mis estudios, cavilando, en una noche de lucidez y alcohol (que para mí pronto fueron la misma cosa), sobre qué había en común entre las cuatro o cinco chicas con las que había salido desde entonces, tuve que admitir algo: todas se parecían, en mayor o menor grado, a Juanita von Wittenberg. La que no compartía con ella su forma enigmática de mirar, se reía del mismo modo descontrolado; la que no caminaba como Juana (que lo hacía como si no existiera un mundo debajo de sus pies), me imploraba con semejantes gestos que la dejara copiar en los exámenes. Concluí que todas esas mujeres no eran más que sucedáneos, tentativas, galeradas, daguerrotipos, tomas falsas, intentos fracasados de la auténtica Giovanna von Wittenberg, apócrifas juanitas de tres al cuarto a quienes si amaba era porque guardaban en su interior una sombra, aunque tenue, de la verdadera Juana. En melancólicas tardes de domingo a menudo llegué a pensar que la inalcanzable Jeanne era precisamente La Mujer, la idea platónica de mujer, y que esa mitad femenina de la humanidad no era sino la burda sombra, proyectada en las paredes de la mítica caverna, de frau Johanna von Wittenberg.

 

Pese a todo (y ayudó a ello que los libros y las clases me evadieran de mis melancolías), terminé la carrera con éxito. En un periódico vi un anuncio de una consultora que seleccionaba economistas. Presenté mi currículum y a los pocos días fui entrevistado. Me habían aceptado para un puesto de economista adjunto en una empresa de mi propia ciudad. Todo era muy misterioso y no me dijeron de qué empresa se trataba.

—No se preocupe, ellos se pondrán en contacto con usted –dijeron.

Y así fue. Y «ellos» resultó ser un lince de las finanzas, el líder del grupo Refrescos del Mediterráneo: herr Von Wittenberg, el padre de Juana. Me presenté a él el primer día. Me enseñó la planta de embotellado, me presentó a quien sería mi jefe y luego me llevó a lo que iba a ser mi despacho.

—Ya irá conociendo al resto del personal –dijo el señor Von Wittenberg, que aún conservaba su recio acento tudesco.

Le di las gracias, realicé una inclinación de cabeza y tomé asiento. Ajusté a mi gusto la altura y el respaldo del sillón giratorio, me puse las gafas, encendí un cigarrillo y comencé a leer los informes que llenaban mi mesa. Pero al cabo de unos minutos ocurrió algo sorprendente. Escuché el golpeteo de unos nudillos en la puerta. Pensé que sería mi jefe, el director financiero, me aclaré la voz y dije:

—Pase, por favor.

Yo esperaba encontrar tras aquella puerta al hombre trajeado y grueso y de escaso pelo que minutos antes había conocido, esperaba verlo trayéndome más informes o el balance del último ejercicio o el estudio de costes de los nuevos refrescos. Pero aquel hombre ya no iba trajeado, ni era grueso ni su pelo era escaso, porque en realidad quien había entrado en el despacho no era el director financiero sino una mujer, y sus cabellos eran dorados y abundantes, y en absoluto podía ser calificada como gruesa, aunque tampoco delgada. Pero, para decir de una vez por todas la verdad, tampoco era una mujer, no, no lo era, porque, ciertamente, quien avanzaba hacia mi mesa con esa manera única de andar como si el mundo fuese desapareciendo a medida que colocaba sus pies en el suelo, era La Mujer, la Idea suprema e inmutable de Mujer: Juani, Juanilla, Juanita von Wittenberg.

Por supuesto que sus labios me concedieron dos besos, uno por mejilla, y me preguntó, y le pregunté, y me contó, y le conté, y se rió, y me reí; y me explicó que su padre la había fichado como jefe de administración, y le expliqué cómo había sido seleccionado yo, sin saber quién me contrataba. Mas no me hice ilusiones, había que pisar tierra firme, y por tanto haría bien en olvidarla, al menos allí, en la fábrica.

Ese era mi planteamiento inicial. Pero luego pasó lo que tenía que pasar. Hubo miradas trabadas en pasillos y despachos, hubo dedos que se rozaron al pasar un informe de una mano a otra, hubo risas a ambos lados del hilo telefónico, hubo bostezos y cafés compartidos en intempestivas reuniones, hubo luces apagadas a destiempo, y hubo, ay, insoportables soledades en los despachos.

Mantuvimos en secreto nuestro amor todo el tiempo que pudimos. Nos abrazábamos en los ascensores y detrás de la puerta de la sala de consejos; en las reuniones del comité directivo utilizábamos el código secreto al que previamente habíamos vertido nuestro léxico amoroso; sus informes viajaban a mi mesa con florecillas dibujadas a lápiz, como por descuido, un vago rastro de perfume los envolvía; los míos contenían difíciles acrósticos en sus primeras líneas, con los nombres con que entonces me gustaba llamarla: Ivana, Joan of Arc, Juana la loca. Dos años más tarde, cuando ascendí a director financiero (al otro, al trajeado grueso y de escaso pelo, lo jubilamos anticipadamente) nos atrevimos a plantear el tema. A herr Von Wittenberg, que ya por entonces me tenía como hombre de confianza, le pareció una idea estupenda.

Nos casamos ante el Altar Mayor de la Catedral unos meses más tarde. Fue una boda espectacular. Miembros y ex miembros del gobierno, representantes de la prensa económica, consultores y brokers internacionales, coparon los primeros bancos; magnates del sector del refresco de varios continentes llegaron en sus aviones privados (en el aperitivo antes de la cena se cuidó que ningún refresco tuviera mayor o menor presencia que la que correspondía a su cuota de mercado); la Camerata Bismarck, venida ex profeso de Leipzig, interpretó piezas de Bach, Fayrfax y Arcángelo Corelli; los niños que portaban las arras (rigurosamente seleccionados a través de un casting) vestían trajes de terciopelo con botonadura de oro y camisas con chorreras; Su Eminencia, el Arzobispo –que dirigía con buen tino el equipo sacerdotal que concelebró– nos obsequió (previa desinteresada aportación de mi suegro al cepillo catedralicio) con el cáliz utilizado durante la eucaristía; el traje de popelín, brocado y organdí que contenía a Juana, que ese día fue más frau Johanna que nunca, proyectado, diseñado y confeccionado en la mejor sastrería de París, atravesó como flotando los casi doscientos metros de moqueta roja que la separaban del altar, cegando a los asistentes con su impresionante blancura y el brillo de su finísima pedrería y dejando tras de sí un murmullo de admiración; y en cuanto a herr Von Wittenberg, que con la innata solemnidad de su estirpe prusiana me entregó en el altar el preciado tesoro de su hija, tuvo el acierto de hacer coincidir la boda con la noticia de la absorción de Brasileira do Refrescos (fabricante de la popular Samba-Cola), por Refrescos del Mediterráneo.

Enseguida nos convertimos en la pareja de moda. Todas las semanas éramos invitados a cocktails, puestas de largo, galas benéficas, desfiles de modas, jornadas culturales, seminarios, congresos. Vivimos transitoriamente en un apartamento hasta que tuvimos acondicionada la villa que habíamos adquirido junto al mar. Para dedicarse a esos menesteres, y con el beneplácito de su padre, Juana dejó de trabajar en la empresa. Eso sí, mantuvo su presencia en el Consejo, no sólo como titular del paquete de acciones regalo de boda paterno, sino como heredera universal (Juana era hija única, y su madre había fallecido años atrás) de herr Von Wittenberg.

Juana –al menos eso creí durante los primeros meses– me llenaba por completo: en nuestras salidas siempre iba impecablemente vestida, sabiendo perfectamente cuándo debía hablar y cuándo callar, bromeando incluso en los momentos oportunos, dedicando toda su atención a nuestros amigos. Conseguía –sin que pareciera pretenderlo– ser el centro de atención, como una Madame de Guermantes de la era de los grandes holdings. Las tareas domésticas, dirigiendo a su brigada de sirvientas, las gestionaba con enorme eficacia. Éramos un punto de referencia. Las revistas de decoración nos asediaban para que les dejáramos hacer un reportaje de nuestra casa junto al mar. Todo, absolutamente todo lo que rodeaba a Juana, empezando por ella misma, alcanzaba la más alta excelencia. Mis amigos me envidiaban. En la calle todo el mundo nos miraba con admiración. Me llegué a convertir en una especie de modelo de joven triunfador. De hecho, la revista International Bussiness me eligió Ejecutivo del año.

Pero había algo que fallaba en todo aquello. ¿Qué hay detrás de tanto destello?, me dije un día. ¿Dónde está la chica encantadoramente natural e inocente que era Juanita en el instituto? Ella, que a veces tenía espinillas u ojeras por quedarse a estudiar por la noche, o manchas de bolígrafo en las manos. Y que aún decía algún taco si se enfadaba, aunque fuera tan suave como mecachis o jolín. Incluso luego, en la fábrica, alguna vez que su padre se enfadó con ella, la vi llorar un poco. Pero ahora a veces pensaba que Juana no era humana, que no era del todo una boutade mía atribuirle el rango de Idea inmutable de la mujer. No se le dormían las piernas, no se le corría el rimmel, jamás estornudaba, nunca hablaba de su regla, ni dejaba ninguna pista que delatase que la tuviera, no sudaba: y siempre, hasta al levantarse de la cama por las mañanas, estaba radiante, sin legañas, sin el pelo revuelto, sin arrugas, como dispuesta en todo momento para una sesión de fotos. Como si su vida de casada conmigo no fuera más que una prolongación de su intensa vida social de heredera de una multinacional del refresco. Tanta perfección me cansaba.

Un día, en Nueva York, al poco de casarnos, en la sala de espera del Mount Sinai (cada año me sometía allí a un chequeo médico), leí en una revista algo terrible sobre el amor: «creemos enamorarnos de otras personas –decía el psicólogo que escribía aquel artículo–, pero estamos engañados, esas personas son simples excusas, nos enamoramos del hecho de estar enamorados, de poder sentir la felicidad del enamorado: nos enamoramos –siempre– de nosotros mismos, de nosotros mismos enamorados». Confieso que al principio me quedé perplejo, ¿será eso lo que me ha pasado con Juana?, conjeturé, pero no tardé en refutar esa teoría. Un puro sofisma, me dije, burda palabrería: yo me he enamorado, me enamoré de Juanita von Wittenberg y sigo enamorado de ella (de ella, no de mí) y siempre lo estaré. Así que mejor sería olvidar aquellas palabras.

Pero no las olvidé. Es más, con el paso del tiempo, cuanto más me aburría la perfección sin horizontes de mi esposa, más las recordaba. Yo quería una mujer de verdad, que llorase, que a veces oliera a cocinilla, que se quejase de la regla, que se pusiera la mascarilla y alguna horrible bata por las mañanas, que luchara contra la caspa, que tuviera fluidos corporales: yo no quería una diosa.

Quizá había estado demasiado tiempo obnubilado por la deslumbrante Juana, por su glamour in crescendo, y ahora que todo eso parecía haber llegado al límite, me planteé si no sería mejor separarme de ella. Mas, salvo que llegáramos a una separación por mutuo acuerdo, ese planteamiento era imposible: para bien o para mal casándome con Juana me había casado también con su padre. Ya había logrado el cargo de subdirector general del holding, en muy pocos años me había labrado un nombre en el sector, y en los mercados financieros los inversores codiciaban nuestras acciones, por lo que un paso en falso hubiera tenido consecuencias catastróficas, y no sólo para mí.

Prácticamente ya no había intimidad entre nosotros, aunque, cuando no viajábamos, nos viéramos a diario en los consejos de administración, o en los sanedrines en el despacho de herr Von Wittenberg, ante el mapamundi donde con banderitas de plástico de diferentes colores íbamos señalando la expansión del holding en los cinco continentes. Yo almorzaba casi siempre con clientes con los que debía cerrar alguna operación; y luego, por la tarde, si no teníamos programado ningún acto, ella iba a la hípica y yo solía jugar al squash. De noche, aún me faltaba tiempo para repasar el dossier de la prensa económica mundial que mi secretaria me preparaba, mientras ella veía la televisión en la cama.

Pero un día ocurrió algo inesperado: Juana enfermó. Yo había estado todo el día en Francfort, y al regresar a casa, pasadas las diez de la noche, una criada me lo comunicó.

—Tenía mucha fiebre esta tarde, señor.

—¿Han avisado a algún médico?

Herr Von Wittenberg nos ha enviado al doctor Grapelli, su médico de cabecera. Le ha tomado el pulso y le ha recetado un calmante. Ahora está descansando.

—Está bien, puede retirarse.

Iba a retirarme yo también a descansar, cuando, sintiendo un impulso repentino, me desplacé a su dormitorio. Apenas entrar me quedé vivamente impresionado por el aspecto de Juana: apoyada en unos almohadones, yacía en el centro de la cama, tenía el televisor encendido (en la pantalla se veía a unos hombres vestidos de mujer diciendo horribles zafiedades); sus cabellos estaban revueltos; la nariz enrojecida en su extremo y con una gota a punto de caer, como una estalactita en formación; tenía el pelo suelto y algunas greñas le caían por la frente. Desperdigados alrededor de Juana había unos cuantos kleenex no sólo arrugados sino presumiblemente empapados. Al acercarme a besarla descubrí las profundas ojeras que, rompiendo la atractiva palidez de su rostro, dibujaban en un tono gris el contorno de sus ojos. Y no sólo eso sino que sus cabellos comenzaban a tener un maravilloso aspecto grasiento que al acariciarlo dejaba en mis manos un ligero rastro oleaginoso.

—No me mires, por favor, estoy horrible y no me he podido lavar la cabeza.

—Pero qué dices, estás mejor que nunca –ella me miraba con los ojos muy abiertos, debía pensar que me había vuelto loco, pero era mi corazón quien sí había enloquecido, de tan aprisa que latía–, ahora ya no eres Juana.

—¿Ah no? ¿Entonces quién soy? –rió.

—Ahora eres lady Jane, my sweet Lady Jane.

Y entonces la besé. La besé como hacía meses que no lo hacía. Al principio se resistió a abrir su boca, pero al final lo hizo y me ofreció su aliento de enferma, su saliva pastosa, su lengua caliente y humana, no la idea de Lengua ni la idea de Saliva ni la idea de Boca ni la idea de Beso.

—Te voy a contagiar, tengo la gripe –se quejaba, en un susurro. Pero yo ya me había colado en su cama y la abrazaba. Llevaba puesto un pijama color fucsia, con un Pato Donald bailando entre sus pechos. Nunca le había visto yo ese encantador pijama, era increíble, reservaba lo mejor de su vestuario para la enfermedad.

Hicimos el amor con una pasión que no recordábamos. Bajo aquel Pato Donald danzante Juana parecía estar hirviendo. Ella se dejaba llevar por mí, y aquella dejadez y su cuerpo sudado, macerado por la fiebre, no hacía más que aumentar mi deseo.

—Te quiero, Jane, te quiero –susurré con emoción en el momento en que entré en ella. No recordaba cuánto tiempo hacía que no utilizaba ese verbo con Juana.

—Yo también te quiero –suspiró Juana, y dando un largo bostezo, casi sin darme tiempo para retirarme, exhausta, se durmió.

Yo sabía que al poco tiempo sanaría, pero aún pude quedarme a su lado un par de días más. Anulé todos mis compromisos, despedí a las enfermeras que mi suegro nos había enviado y me dediqué a cuidarla personalmente. Luego, todo volvió a ser como antes. La pálida y enfermiza lady Jane se transformó en la eficiente y distante frau Johanna, las manifestaciones más elementales de su cuerpo se esfumaron como por arte de magia y volvió a ser la Juana en papel couché, la Juana del mundo de las Ideas en que hacía tiempo se había convertido.

Aún así conservé tanto como pude el recuerdo de aquellos maravillosos días, y la imagen de Juana, de la pálida y desmejorada lady Jane, me acompañó en las siguientes semanas, en los viajes que tuve que realizar a varios países europeos, visitando las plantas que Refrescos del Mediterráneo, en su política de expansión, acababa de adquirir.

Pero el recuerdo no era suficiente y pronto me di cuenta que necesitaba otra vez verla enferma. Fue entonces cuando contacté con el Doctor Ricci (una elemental prudencia me impide usar su nombre auténtico); él necesitaba que yo le hiciera un favor, que contratáramos en el grupo a un pariente suyo, master en no sé qué demonios por una universidad norteamericana. Yo recomendé vivamente en el consejo ese fichaje, incluso contra la opinión del propio herr Von Wittenberg. Ricci, por su parte, me dio la información que yo precisaba: me explicó los diversos tipos de fiebres altas y prolongadas que pueden aquejarnos a las personas sin someternos a excesivos riesgos, claro está. Me informó pormenorizadamente de las fases de esas enfermedades, de sus grados de dolencia, de los cuidados que requerirían. Dejé que me sugiriera:

—Yo empezaría con unas fiebres paratifoideas, la temperatura será muy alta durante los primeros días pero la enfermedad remitirá de forma espontánea. No tienen por qué ser excesivamente graves.

Ricci, que, aparte de gran médico, practicaba la microbiología, preparó en el laboratorio –con las debidas garantías higiénico-sanitarias– un cultivo de la salmonella paratyphi, que una mañana logré inocular a Juana a través del té al limón que solía desayunar. Era prodigioso ver cómo los síntomas previstos por Ricci se iban desarrollando con precisión matemática, el rigor con que actuaba la bacteria, cómo la creciente fiebre iba ganando a Juana y su rostro palidecía y empezaba a sudar y de repente aparecía abatida y con la boca reseca y despeinada (y con su enternecedor pijama del Pato Donald, y con peúcos en los pies), y se introducía en la cama con una bolsa de agua caliente y decenas de kleenex desparramados sobre la colcha, de nuevo convertida en lady Jane. Y yo feliz y solícito, contemplándola desde mi butaca junto a su cama, recitando my sweet Lady Jane, when I’ll see you again.

Pero Juana se reponía con bastante rapidez, después de todo era una mujer sana, una walkiria de pura cepa, una mezcla de selectas sangres germánicas e ibéricas. Así que no hubo más remedio que requerir nuevamente los buenos oficios de Ricci: unas semanas más tarde –tras el correspondiente cultivo en laboratorio– le inoculamos unas tifoideas. Luego, tras otro esperanzador periodo de decaimiento y altísimas fiebres, y tras la subsiguiente e inevitable recuperación, nos atrevimos con la neumonía.

Tras esta, y al considerar Ricci que Juana estaba algo debilitada y que debíamos buscar una enfermedad más moderada, nos inclinamos por la clásica angina de Vincent.

Pero apenas un mes más tarde dimos el gran salto: la fiebre amarilla. Yo estaba entonces pasando un periodo realmente malo. Las raras ocasiones en que coincidíamos en casa, la veía distante, sin hallar en ella apenas ningún rastro de la lady Jane que yo amaba; como si la Juana real no fuese más que un pálido reflejo o un espectro de la que se escondía en las páginas de aquellas revistas de las que continuamente era protagonista. Sentía que la estaba perdiendo a pasos agigantados, así que cuando le vinieron los síntomas típicos de la fiebre amarilla pensé que iba a enloquecer de alegría. Había que ver la expresión de su rostro, de dignidad, a pesar de todo, cuando los primeros vómitos, su mirada perdida, sus manos sombrías y delgadísimas, y con qué naturalidad se tambaleaba, apoyándose en mí al caminar, para ir al servicio, mientras mi corazón latía con renovado vigor.

 

Ahora me pregunto si no fuimos demasiado lejos. Para mí que Ricci se equivocó con sus cultivos, con menos bacterias, o quizá con otras cepas más benignas, lo hubiéramos logrado igual, sin correr tantos riesgos. Qué le vamos a hacer, a veces es difícil encontrar el punto exacto. El caso es que la semana pasada murió. Y han ocurrido tantas cosas desde entonces que parece que haya transcurrido un año. Por fin absorbimos a la Bavarische Braüerei: ese era el flanco que nos quedaba por cubrir, el de la cerveza.

Pero el mismo día en que se confirmó la absorción ocurrió otra desgracia: herr Von Wittenberg falleció. Su corazón, que ya andaba débil, no pudo soportar tantas emociones. Así que ahora soy yo el accionista mayoritario del holding. Y lo primero que voy a hacer, en cuanto termine el luto oficial, serán dos cosas: primera, bautizar a la cerveza bávara con el nombre de mi pobre suegro: Wittenberg Bier ¿verdad que suena bien?, y, en cuanto al nuevo refresco que lanzaremos para el verano, sólo hay un nombre posible: Juana Cola. ¡Qué mujer! Y el caso es que tenía un aspecto tan fantástico, tan eternamente Giovanna, allá en su féretro…

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